El Caracazo: Las horas aterradoras de una breve guerra
Pérez actuó como el ministro de Relaciones Interiores que había sido del gobierno de Rómulo Betancourt , principal ejecutor de la política de “disparen primero y averigüen después”: culpó a la ultraizquierda y mandó a echar plomo
La furia desatada de un pueblo sin líderes y la respuesta genocida de un gobierno marcaron para siempre la historia de Caracas. El terremoto social comenzó en guarenas y las informaciones sobre lo que estaba pasando llegaron a Caracas en tiempo real, a pesar de que aún faltaba mucho para que se inventaran los mensajes de texto y las redes sociales. Fueron días de miedo durante los cuales hasta algunos que tenían fama de tipos duros terminaron chorreándose
El Caracazo fue aterrador. Si alguien trata de decirte lo contrario —incluso, si ese alguien eres tú mismo—, ¡ojo! porque está tratando de engañarte.
Con el paso de los años —y ya van 27— cada quien reconstruye aquello a su manera, pero cualquier versión edulcorada de esos días es puro embuste.
“El sacudón”, como también se le llamó, fue aterrador por muchas razones. Lo fue porque ver desatada, sin control alguno, la furia de un pueblo es como vivir un terremoto, una gran inundación, un terrible incendio. Y lo fue porque la forma como las autoridades de ese entonces reprimieron a ese pueblo iracundo resultó ser —sin necesidad de lenguaje metafórico— un genocidio, un holocausto.
Claro que mucha de la gente que hoy está en la flor de su vida no había llegado aún a este mundo esa oscura semana, cuando nuestro precioso valle se hizo primero un valle de balas y, luego, de lágrimas. Otros eran niños y niñas y no recuerdan bien lo ocurrido. Ambos grupos han tenido apenas referencias a través de borrosos videos de la era analógica y de fotos que, con todo y lo violentos que son los días que ahora vivimos, parecen salidas de una pesadilla.
EL GUARENAZO FUE PRIMERO
El 27 de febrero de 1989 era lunes y, como suele ocurrir en este día de la semana, la masa trabajadora madrugó de mala gana, deplorando la brevedad de la tregua del domingo. Obreros y empleados se disponían a iniciar una semana dura, pues la mayoría aún no había cobrado su quincena.
Cuentan los informes que el asunto comenzó en Guarenas, ciudad satélite que no tenía todavía la enorme población que luego ha ido reuniendo. Cuando aquellos humildes pobladores comenzaron a llegar a las paradas de autobusetes, recibieron el primer puñetazo del paquete de medidas económicas decretado unos días antes por el recién estrenado presidente Carlos Andrés Pérez: el aumento de los pasajes.
(Valga un paréntesis acá para decir que mucha gente no logra entender lo que significa “tener nada más para el pasaje”. Solo quien lo haya experimentado alguna vez —y no lo haya olvidado convenientemente— puede saber el tipo de desesperada angustia que eso genera).
Bueno, pues los guareneros marcaron la pauta al protagonizar los desórdenes iniciales, acciones dirigidas contra los transportistas e, incluso, los primeros saqueos a establecimientos comerciales.
A pesar de que en aquellos tiempos no había mensajería de texto ni redes sociales, la información sobre los movimientos desatados en Guarenas llegó, como se diría hoy, “en tiempo real”, a la capital de la República. Ese fue el primer episodio de terror del día: los rumores acerca de la magnitud de lo que estaba pasando eran para hacerse en los pantalones.
En esas primeras horas entró en escena un factor que desde entonces ha sido protagonista de esta historia: la televisión privada. Las imágenes captadas por RCTV, Venevisión y Televén comenzaron a difundirse en estruendosos boletines extraordinarios, pese a que(valga de nuevo la aclaratoria tecnológica) la transmisión en vivo y directo de esos tiempos haría pensar a cualquier técnico joven en el carro de Pedro Picapiedra. Por cierto, el gobierno de Pérez y su partido, Acción Democrática, acusaron a las televisoras de haber difundido irresponsablemente unas escenas que operaron como apología del delito y contribuyeron a multiplicar los actos vandálicos.
Fue largo aquel 27. Todavía no había llegado el mediodía y ya la ciudad ardía por los cuatro costados. El terror de los rumores se mezclaba con el de los hechos. Uno estaba viendo el caos en el centro de Caracas y llegaba alguien a contarle que eso no era nada, que en La Vega era donde estaba la cosa fea de verdad.
El gobierno, según han testimoniado luego algunos protagonistas, se privó durante las primeras horas. Un ególatra como Pérez no podía procesar aquello: había ganado las elecciones por paliza; lo habían juramentado con grandes fastos (“la coronación”, le dijeron) y apenas contaba 25 días en el cargo. Aquello tenía que ser algo fácil de sofocar.
Pérez actuó como el ministro de Relaciones Interiores que había sido del gobierno de Rómulo Betancourt , principal ejecutor de la política de “disparen primero y averigüen después”: culpó a la ultraizquierda y mandó a echar plomo.
La primera defensa del gobierno fue la Policía Metropolitana, lo que de por sí potenció los niveles de terror, en especial en las zonas más pobres, habitual campo de tiro de este cuerpo represivo del Estado, dicho sea en la más clásica jerga marxista.
CAP, todavía confiado en su don de mando y carisma, pensó que la PM aplacaría la insurrección popular. Pero bastaba darse una vuelta por cualquier calle de la ciudad para entender que eso estaba muy lejos de ser verdad. En horas de la tarde las escenas dominantes eran las vidrieras rotas, las santamarías sacadas de cuajo y la gente corriendo por las calles, empujando carritos de supermercado repletos de comida o cargando con enormes pedazos de carne. El gobierno lanzó entonces su segunda ofensiva: la Guardia Nacional, cuyos integrantes habían cultivado, a pulso, la fama de asesinos por naturaleza. El terror iba in crescendo.
Paralelamente se habían activado la tenebrosa Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (Disip) y la no menos temible Dirección de Inteligencia Militar (DIM).
Hicieron lo que contemplaba el protocolo, es decir, ir a buscar a los dirigentes sociales, a los líderes de los partidos de izquierda y a los voceros estudiantiles y sindicales, llevarlos a sus cuarteles y ponerlos como berenjenas a punta de trompadas, patadas y culatazos. Las autoridades se aferraban a la tesis de que el alzamiento era obra de grupos radicalizados.
Se negaban a creer que algo como eso fuera espontáneo.
UN POLICÍA CHORREAO
En aquel clima de terror sostenido, un momento crítico fue cuando apareció en los televisores, en cadena nacional, el ministro de Relaciones Interiores, Alejandro Izaguirre, alias el “Policía”, un dirigente adeco de quien se decía era muy, pero muy arrecho. El hombre comenzó con la típica frase de que poco a poco se estaba restableciendo la calma en todo el país, salvo algunos focos aislados de elementos subversivos. Pero su discurso iba por un lado y su lenguaje corporal por otro. Al “Policía” se le veía como una mata de nervios. De pronto se retiró del set diciendo “¡No puedo, no puedo!”… y se acabó la cadena. El país entero quedó en vilo. Si este señor, con tabaco en la vejiga, se chorreó ante las cámaras, así estarían las cosas, caballero.
Cuando el día ha sido de terror, la noche no puede ser sino un agravante. Oscureció y salieron a la superficie las peores ratas tanto en los barrios marginales como en las urbanizaciones de clase media. La gente mala siempre se aprovecha de estos momentos de locura generalizada para sacar máximo provecho. La gente buena no pudo pegar un ojo aquella terrible noche.
El 28, en plena anarquía, era natural que la delincuencia común tomara las riendas. En muchos lugares, los malandros dirigieron los saqueos. La gente iba por los alimentos, los electrodomésticos, la ropa, los zapatos… y los malandros iban por las cajas registradoras, las joyas, las armas.
Superadas la Policía Metropolitana y la Guardia Nacional, Pérez se pegó contra las cuerdas y sacó los tanques y los fusiles del Ejército. Los casi adolescentes que estaban pagando el servicio militar obligatorio en los cuarteles (hijos de obreros y de campesinos, sin excepciones), fueron echados a las calles con las órdenes de masacrar a su propio pueblo. Para que no se vieran en la situación de disparar contra gente conocida, los trajeron de los Llanos, del Zulia, de Oriente y los obligaron a disparar contra todo lo que se moviera después del toque de queda.
Desde entonces y hasta el 1º de marzo, lo que hubo fue traqueteo de ametralladoras, gritos en la oscuridad, balas que atravesaban endebles paredes, llantos de madres, salas de emergencia colmadas de heridos, cuerpos arrumados en camiones de volteo, fosas comunes repletas… En fin, el horror de una guerra que dejó marcada a toda una ciudad, a todo un país.
Si alguien te dice que no fue aterrador —incluso si te lo dices tú mismo— es porque te quiere engañar.