Gustavo Cerati mereció cada gramo de admiración
De sus 55 años, vivió cuatro en estado de coma, luego de un devastador accidente cerebro-vascular sufrido en Caracas, al filo del que sería su último concierto. Leyenda del rock argentino y, por tanto, del rock en español, tiene una corte de aficionados tan orgullosos de su legado que, a veces, lucen como presumido
Ernesto, hijo de un amigo y, a la vez, amigo de uno de mis hijos, ubica a los fanáticos de Gustavo Cerati muy alto en el ranking de las personas que se las echan de mucho. Los líderes son los vegetarianos y los subcampeones son los defensores de los derechos de los animales. La medalla de bronce es, pues, para los ceratistas. Son provocaciones del chamo, claro, probablemente puyas dirigidas al papá (aunque, si mal no recuerdo, él es más fanático de Andrés Calamaro…), pero algo tienen de cierto, pues declararse cultor de Cerati (y de Soda Stereo) proporciona cierta reputación de intelectual, otorga prestigio, da caché, algo así como ser aficionado al cricket o al canal Film & Arts.
No hay que culpar al club de fans de Cerati, pues este porteño nacido el 11 de agosto de 1959 mereció cada gramo de la admiración que tuvo y tiene. No fue cualquier loquito greñudo más, sino un extraordinario cantante, compositor e instrumentista, figura cimera del rock argentino, lo que es mucho decir.
Guitarrista desde niño, comenzó a perfilarse como un titán en los tempranos 80, mientras su país padecía una de las dictaduras militares más crueles de la historia latinoamericana. El gran salto llegó con el trío Soda Stereo, integrado con el bajista Héctor “Zeta” Bosio y el baterista Carlos Alberto “Charly Alberti” Ficicchia.
Soda Stereo se construyó a sí misma como uno de los grandes mitos del rock latinoamericano, y logró mantenerse unida por 15 años, un fenómeno rarísimo en el ámbito de la música pop. Cuando sobrevino la separación, Cerati continuó como solista, y el éxito no le parpadeó: los cultores de Soda pasaron a ser los cultores de Cerati, a secas… al parecer más presumidos que antes.
Ya en el siglo XXI, se produjo el reencuentro. La legendaria banda volvió a estremecer los escenarios, mientras los tres pibes se aproximaban al medio cupón. Cerati, por cierto, se lo tomó humorísticamente.
En una entrevista le dijo al escritor Leonardo Padrón que el secreto estaba en cambiar una letra: “En lugar de cincuenta, decís que cumplís sin-cuenta y hacés una gran fiesta”.
Un par de años antes de ese guiño a la vida, el cuerpo le había dado un aviso mediante una tromboflebitis. En 2010, en plenos 50, emprendió una gira por todo el continente. En mayo arribó a Venezuela para presentarse en la Universidad Simón Bolívar. Estuvo, como siempre, excelente, de lujo.
La corte del Rey Gustavo deliró aquella noche, pero a la hora de la salida, un rumor sombrío corrió por el valle de Sartenejas: Cerati se había desmayado, lo habían sacado en ambulancia. Al día siguiente se supo que, por desgracia, no fue uno de esos runrunes mentirosos. Cerati estaba en el Centro Médico Docente La Trinidad, y no era un simple desmayo, sino un accidente cerebro-vascular. De hecho, pocas horas después del concierto, entró en coma y nunca salió de ese estado, hasta que murió, en su natal Buenos Aires, el 4 de septiembre de 2014.
Su muerte, como la de tantas leyendas de las artes masivas, quedó envuelta en la polémica y el misterio.
Una biografía recién difundida echa leña al fuego al asegurar que tanto los primeros auxilios como la atención médica en Caracas fueron negligentes y se cometieron muchos errores. A no poca gente le gusta pensar que de haber ocurrido en otro lugar, la ciencia médica lo habría salvado y aún estaría brillando sobre los escenarios. “Los argentinos y sus cosas”, responden los burlistas de la egolatría sureña. “Así son los fanáticos de Cerati”, dirá Ernestico.
POR CLODOVALDO HERNÁNDEZ
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/N.A