Anticomunismo estadounidense llevó a Latinoamérica al escenario de la guerra fría cultural
El anticomunismo, histeria colectiva promovida por el senador estadounidense Joseph McCarthy en la década de 1950 que anuló el pensamiento crítico del capitalismo, aún continúa vigente como legado de la guerra fría cultural y es una actitud latente en la opinión pública de sectores conservadores que lo expresan con su rechazo a ideas progresistas contra la ideología del mercado.
Este "Terror rojo" fue un fenómeno surgido luego de la Revolución rusa (1917) y apaciguado en la Segunda Guerra Mundial por la alianza con la Unión Soviética, sin embargo, tomó fuerza al comienzo de la posguerra (1945) y se manifestó en dos líneas: el rechazo al comunismo y la promoción del estilo de vida norteamericano.
McCarthy, senador republicano, denunció el 14 de octubre de 1949 la infiltración comunista en Estados Unidos y promovió una persecución política dentro del gobierno, partidos políticos, sindicatos, universidades y la industria cinematográfica, que luego se trasladaría a América Latina.
"Uno de los tópicos favoritos de la época macartista, parte fundamental de la ‘histeria’, era la idea de que existía una conspiración comunista con el objetivo de conquistar el mundo", explica Diego Paiaro en Huellas imperiales (2003) para referirse al inicio de una período de autocensura, vigilancia y persecución.
La "infiltración comunista" en la industria del cine llevó al levantamiento de 2.000 expedientes por parte de la Comisión de Actividades Antinorteamericanas de la Cámara de representantes (HUAC, por sus siglas en inglés), que mediante la coacción y orientación de contenidos durante la década de 1950 segregó de la gran pantalla a creadores y filmes críticos al capitalismo mediante la "caza de brujas".
Actores, guionistas y productores como Orson Welles, Dashiel Hammet, Bertoltl Brecht y Charles Chaplin, fueron acusados de comunistas, sometidos a interrogatorios televisados, como una forma "aleccionadora" de combatir el "antiamericanismo", entre ellos también estuvo Arthur Miller, quien llevó a las tablas Las Brujas de Salem (1953), obra teatral que escenificó la histeria anticomunista.
Este dramaturgo estadounidense fue acusado ante la HUAC por su vínculo a un círculo literario cercano al Partido Comunista, recriminación que quiso serle cobrada con una testificación en contra de sus compañeros a la que se negó y por la que fue acusado de desacato.
En medio del histerismo, Miller estrenó su obra —llevada al cine en 1996 y protagonizada por Winona Ryder y Daniel Day-Lewis— basada en los juicios de Salem, Masachusettts (1652), cuando el fanatismo religioso llevó injustamente a 25 personas a la horca.
Explica Miller en el artículo publicado en The New Yorker (1996), titulado "Why a wrote the crucible?" (¿Por qué escribí Las Brujas de Salem?) que las audiencias en los juicios de Salem "eran tan similares a aquellas empleadas por los comités de del Congreso" durante el macartismo, momento en el que "nunca hubo brujas pero ciertamente había comunistas".
En dichos juicios se condenaba a las personas por supuestamente usar espíritus para controlar la mente y acciones de otros, a menos que reconociera que había tenido contacto con el Diablo, como ocurrió con el macartismo cuando se veían "las conversiones de la noche a la mañana de ex militantes de izquierda transformados en patriotas".
Anticomunismo y Guerra Fría cultural
El hecho de que Alemania se anticipara al intercambio educativo y cultural con América Latina preocupó a Estados Unidos en la década de 1940 y basados en la política del buen vecino promovida por Franklin D. Rooselvet (1933), incorporaron el tema cultural a la política de seguridad para crear una política exterior que promoviera los valores estadounidenses.
Su gran promotor fue Nelson Rockefeller, —amigo del ex presidente adeco Rómulo Betancourt y ex dueño de la red de supermercados CADA en Venezuela— quien diseñó el empleo de un aparato estatal de control cultural de América Latina "para promover la defensa nacional y fortalecer los lazos entre las naciones de hemisferio occidental", explica José Sant Roz (2010) en El procónsul Rómulo Betancourt.
Dentro del esquema filantrópico de la Fundación Rockefeller (y sus similares Ford, Kaplan y Fairfield) fueron financiadas organizaciones como el Congreso por la Libertad de la Cultura (1950-1967), tutelada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), con oficinas en 35 países, la prolífica producción de talleres literarios, exposiciones, conferencias y revistas como Cuadernos, Tortilla Courtain, Combate y Mundo Nuevo, cuyo objetivo era anular el pensamiento crítico, promover el anticomunismo y el "fidelismo sin Fidel".
Este proceso se inició con la Oficina para la Coordinación de Relaciones Culturales y Comerciales entre las repúblicas americanas, dirigida por Rockefeller desde 1940, —con un presupuesto de US$ 45 millones, 500 asistentes y labores de inteligencia— actividad que a escala global proseguirá la Oficina de Información Internacional y Asuntos Culturales del Departamento de Estado para operaciones de propaganda.
Su estrategia, explica Sant Roz, consistió en la "publicación de trabajos de pensadores que en el combate dialéctico fuesen capaces de derrotar a los intelectuales de izquierda" y a la vez, con técnicas sofisticadas de propaganda, orientar la opinión pública de las naciones latinoamericanas hacia el anticomunismo, relacionándolo con guerras, crisis financieras, desabastecimiento de alimentos, conspiraciones militares, rebeliones "y hasta anuncios del fin del planeta".
La influencia del anticomunismo evidenció que detrás de "esa expresión de libertad era manifiesto que Estados Unidos necesitaba manejar cómo los países de América Latina comprendían la cultura norteamericana", señalan Toby Miller y George Yúdice (2004) en Política cultural.
Este "imperialismo de las ideas" se tradujo en la apología a EEUU, la promoción de intelectuales antimarxistas como celebridades (tanques pensantes) y la sensación de una supuesta modernidad compartida, resultado de una propaganda que justificará hábitos, como el consumismo, con el fin de frustrar el pensamiento crítico al capitalismo.