Colombia registra más de 150.000 hectáreas de coca sembradas
Nunca antes en la historia, Colombia había tenido tantas matas de coca como en este momento. En pocos días el Departamento de Estado de Estados Unidos, específicamente la CIA, anunciará una cifra que supera las 180.000 hectáreas. Desde 2013 se ha duplicado el área cultivada. El año pasado, esta misma entidad había situado los cultivos en 159.000 hectáreas. Un crecimiento del 39 por ciento respecto a 2014. La tendencia que muestra la CIA es consistente en porcentaje con la que presenta el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci) de Naciones Unidas, cuya última medición para 2015 ubicaba los cultivos en 96.000 hectáreas (entregará las cifras de 2016 en un par de meses). La diferencia entre ambas mediciones se debe a que usan distinta tecnología, pero sus tendencias en los últimos 20 años han sido consistentes, reseñó el portal Semana.
Las alarmas están encendidas. Este lunes llega al país William Brownfield, secretario de Estado adjunto para narcóticos y asuntos de seguridad de Estados Unidos, acompañado de una delegación de alto nivel de la DEA, la CIA y el Departamento de Justicia para analizar el problema con el gobierno colombiano. El jueves pasado, cuando entregó el informe anual sobre la estrategia internacional contra los narcóticos al Congreso de su país, aseguró que en 2015 aumentó en 60 por ciento la producción de cocaína en Colombia, hasta 465 toneladas. Se espera que los datos para 2016 sean más altos. Todo eso augura que la relación con el país del norte se volverá a narcotizar.
Hasta 2015 las evidencias satelitales tanto del Simci como de la CIA mostraban un crecimiento significativo de los cultivos, pero no en todo el país. Los sitios más críticos son Tumaco, en Nariño, y Catatumbo, en Norte de Santander. Le siguen Guaviare, Bajo Cauca, Caquetá, Cauca y Putumayo. En la mayoría de estas regiones hay actores ilegales como las bacrim y el ELN que se disputan el mercado, ahora que las Farc ya no hacen parte del mismo. También es significativo el crecimiento en parques nacionales y en territorios étnicos. En los primeros porque las leyes ambientales prohíben fumigar o hacer programas de sustitución. Y en los segundos se requiere consulta previa con las comunidades para ingresar con cualquier tipo de programa sea de erradicación forzada o voluntaria. En 2016 los cultivos aumentaron en estas regiones y se extendieron a otras.
Después de 30 años de lucha contra las drogas, y casi 20 desde que comenzó el Plan Colombia, el panorama es, por decir lo menos, perturbador. Todo el mundo se pregunta qué pasó. Hay varias respuestas, pero ninguna completamente satisfactoria.
Fumigación aérea, erradicación manual…
Para empezar, desde 2015 se suspendió la aspersión aérea con glifosato, luego de que la Corte Constitucional advirtió los riesgos que implica para la salud humana, según estudios de la OMS. En realidad la fumigación aérea había decaído desde 2013. Y existe un relativo consenso en el país de que esta fórmula, apoyada por los estadounidenses desde hace tres décadas, no resulta efectiva para la realidad de hoy. Primero, porque es ineficaz. La mayoría de los estudios académicos demuestran que requiere mucho esfuerzo y dinero fumigar una hectárea, incluidos los daños colaterales que conlleva para la salud, el ambiente y los cultivos de pancoger. Segundo, porque tras fumigar una región, la gente se va con su cultivo a otra parte, como se ha visto en los últimos 30 años. Tercero, porque hoy los cultivos están escondidos en fincas donde otras siembras legales los camuflan.
Desde 2005 el país empezó a probar la erradicación manual con la Policía y trabajadores civiles y tuvo mejores resultados en cuanto le daba a la fuerza pública mayores posibilidades de controlar el territorio. Pero eran tiempos de guerra y los costos económicos y humanos fueron muchos, especialmente por los campos minados y los francotiradores de los grupos armados, siempre al acecho.
La fumigación aérea y la erradicación manual decrecieron hace un lustro porque era más eficaz atacar otras partes de la cadena del negocio, donde hay mayores intereses de grupos criminales, como los laboratorios y el tráfico propiamente dicho. Al fin y al cabo, los cultivadores solo reciben el 1,4 por ciento de las ganancias. Tanto en interdicción como en destrucción de laboratorios hay mejores resultados frente al pasado, pero ante un país inundado de coca esto es una victoria pírrica que demuestra que el narcotráfico sigue siendo extremadamente rentable.
Pero no solo la menor erradicación explica el nuevo auge. Otras razones inciden en la dinámica de los cultivos. Una de ellas es que una vez se anunció el punto cuatro de La Habana, relativo al problema de las drogas, muchos campesinos empezaron a sembrar coca porque vieron una oportunidad de recibir asistencia del Estado. Esto ocurrió en 2014 y por esa época se dispararon los cultivos. En varias regiones los periodistas han escuchado que las propias Farc incitaron a la gente a sembrar con este fin. El investigador Daniel Rico dice haber descubierto en sus trabajos de campo en regiones como el Catatumbo que la gente está llena de hoja de coca, pero no hay compradores, lo que respalda la tesis anterior, pues ya no están las Farc para regular ese mercado ilícito. Algo similar ha encontrado Hernando Zuleta, director del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas, de la Universidad de los Andes, quien asegura que en la actualidad hay más hoja que capacidad de procesamiento.
También hay consenso en la incidencia de la minería ilegal y el precio del dólar en este aumento de la coca. La primera porque hace un lustro, cuando los cultivos bajaron a su punto mínimo, se estaba viviendo un auge del precio del oro. Muchas regiones como Cauca, Nariño y Bajo Cauca coinciden en ambas actividades y la gente pasa de una a otra según varíen los precios del negocio ilegal. A eso se suma que en el periodo de marras el dólar se disparó de 1.800 a 3.200 pesos, lo cual volvió el negocio un 40 por ciento más rentable y enriqueció aún más a los narcotraficantes locales.
Sin embargo, el gobierno tiene otra explicación. Según el Observatorio de Drogas de Colombia, del Ministerio de Justicia, hay cambios estructurales en el negocio del narcotráfico y ahora quienes lo manejan compran la hoja y no la base ni la pasta de coca; además dan un 40 por ciento más del precio. El gobierno tiene evidencias de que cada vez más mexicanos y brasileños están al frente de las fábricas de cocaína, con equipos muy sofisticados que funcionan como complejos industriales. Aunque al año las autoridades destruyen por lo menos 230 de estos laboratorios, persisten miles en las selvas, fincas y hasta en sectores urbanos.
Sean cuales sean las variables externas, lo cierto es que la política pública de erradicación y sustitución estuvo de capa caída por varios años y el país está pagando los platos rotos por ese descuido.
¿Qué va a pasar?
Las consecuencias del incremento de los cultivos son muy graves. La primera de ellas es de orden internacional, en particular en la relación con Estados Unidos, que se vuelve a narcotizar. Colombia venía distanciándose de la guerra contra las drogas liderada por ese país. El propio presidente Juan Manuel Santos le dio un espacio a este tema en su discurso en Oslo al recibir el Premio Nobel. Pero la realidad pone al gobierno a la defensiva. SEMANA sabe de la preocupación y molestia que existe en varios círculos de Washington sobre este tema. Esto es aún más cierto en el gobierno de Donald Trump, que ya ha enmarcado la lucha contra las drogas en la dimensión de la lucha contra el mal. En un Congreso dominado por los republicanos posiblemente la ayuda orientada al posconflicto, con enfoque social, termine en una nueva versión de guerra contra las drogas. Para muchos de la línea dura de Estados Unidos, el ejemplo de Colombia como un país de éxito en el mundo puede verse empañado.
El informe que presentó Brownfield al Congreso de Washington la semana pasada sigue considerando a las Farc el mayor grupo narcotraficante del mundo, lo cual tiene varias consecuencias: una, la presión para que entreguen redes y rutas del narcotráfico según está contemplado en el acuerdo; dos, que erradiquen efectivamente en sus zonas de influencia; y tres, la extradición sigue pendiendo como una espada de Damocles para quien no cumpla al pie de la letra el acuerdo en materia de drogas.
La segunda consecuencia grave es el riesgo que estos cultivos constituyen para el proceso de paz. Las economías ilícitas están alimentando a los grupos armados, tanto a los disidentes de la guerrilla como los del crimen organizado que se extienden por todo el país. Esto pone en peligro no solo la reincorporación de los combatientes, que pueden terminar seducidos por las ofertas económicas de las mafias, sino que está generando desde ya disputas violentas por el control de los mercados, como está sucediendo en Cauca, Catatumbo y Nariño. En varios sitios ya hay amenazas contra las comunidades que buscan acogerse a los planes de sustitución voluntaria, como ocurrió hace algunas semanas en Briceño (Antioquia).
Las estrategias
Ante este panorama apremiante el gobierno empezó a poner en marcha desde febrero una doble estrategia, con el objetivo de erradicar 100.000 hectáreas este año. Por un lado, a implementar el acuerdo de La Habana, que busca el camino de la concertación con las comunidades. Las Farc históricamente han sido la columna vertebral de los cultivos de coca. Por ello tener a esa guerrilla del lado de la erradicación es algo nuevo y representa la mayor oportunidad para que el Estado pueda llegar a todo el territorio, especialmente allí donde el narcotráfico campea. Sin embargo, según señalan los expertos, ya no representan sino el 30 por ciento del control de estos cultivos y está por verse, ya sin armas, qué tanto poder e incidencia tendrán para que los campesinos abandonen la siembra.
Tal como se acordó en Cuba, gobierno y guerrilla alientan pactos comunitarios, que de acuerdo con un cronograma intercambian la erradicación voluntaria de la coca por un esquema de desarrollo rural integral, en un plan llamado Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS). Los cocaleros por su parte se han organizado en una Coordinadora de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam). Hasta ahora han firmado pactos en Vichada, Putumayo, Guaviare, Montañitas (Caquetá) y Caño Indio en Norte de Santander. Este fin de semana el gobierno intentará hacerlo en Tumaco. Estos pactos representan cerca de 38.000 hectáreas e involucran a 55.000 familias. Cada una de ellas recibirá en promedio, en dos años, 32 millones de pesos. Sin embargo, el desarrollo rural integral es el cuello de botella. Se trata de territorios muy alejados, sin infraestructura, cuya integración con el país demorará décadas.
Las experiencias de desarrollo alternativo en el pasado han sido frustrantes justamente porque se han incentivado proyectos de cacao, café o palmitos, pero en realidad los territorios siguen rodeados de coca. Parte del problema es que según Eduardo Díaz, director de la Agencia Presidencial para la Sustitución de Cultivos Ilícitos, el 68 por ciento de los sitios donde hay coca nunca han tenido una oferta de sustitución. Y los estudios de Daniel Rico arrojan que el 90 por ciento de lo invertido en este campo le ha llegado a familias o a veredas que no tienen coca, pues el Estado y la cooperación internacional ponen como condición para el apoyo la erradicación previa.
En eso hay un cambio radical en el acuerdo de La Habana, pues se estableció que vía fast track debe tramitarse una ley que les dé a los cultivadores un año de gracia, sin persecución penal, para que se acojan a los planes de sustitución. Adicionalmente se está trabajando en titular las tierras a los campesinos cocaleros, a medida que erradican. También está la expectativa de que se implementen los Programas de Desarrollo Rural con Enfoque Territorial, en 16 subregiones del país, casi todas con presencia de coca. Estos programas durarán 10 años, o hasta 15.
Los adversarios
Todo esto suena muy bonito y puede estar bien enfocado, pero tiene dos grandes adversarios. Por un lado el tiempo, pues apenas se contemplan dos años para el plan de sustitución, y cambiar una economía ilícita en ese lapso es imposible, especialmente en zonas remotas y selváticas. Por el otro, la magnitud de los recursos requeridos. Díaz asegura que ya está el dinero necesario por familia, para las 50.000 hectáreas que son la meta este año. Sin embargo, si no hay carreteras, mercados, acompañamiento técnico y también inversiones del sector privado será un esfuerzo fallido, como otros en los últimos 30 años.
La otra pata de la estrategia es la erradicación forzada que están adelantando el Ejército y la Policía. El primero creó nueve batallones para erradicar, y está concentrado en cuatro centros de operaciones, en los lugares con más coca y presencia de grupos armados: Tumaco, Catatumbo, Guaviare y Bajo Cauca. La Policía tiene en su mano un decreto que le permite contratar erradicadores que vayan a fumigar por tierra. Esta estrategia ya tiene incendiadas varias regiones pues los campesinos reclaman que antes de la zanahoria les llegó el garrote. Hasta ahora el Ejército ha erradicado 5.000 hectáreas, y si sigue así podrá cumplir la meta de destruir 50.000 hasta finalizar el año. El problema es que la fuerza pública sabe que si de nuevo no hay un desarrollo rural fuerte, en cuestión de semanas o meses la gente vuelve a sembrar o migra a hacerlo en otras regiones. La experiencia ha demostrado que siembran de nuevo el 50 por ciento de los cultivos erradicados. Y es previsible que la erradicación tenga como respuesta una ola de paros y protestas de campesinos cocaleros.
Para el viceministro de Justicia, Carlos Medina, el centro del problema es lo que él llama “la fábrica”. A su juicio si se erradica, pero no se afectan las sofisticadas fábricas donde se transforma la hoja en cocaína siempre habrá resiembra. Es un asunto de mercado: mientras haya demanda de hoja, siempre habrá mejores incentivos para cultivar que para erradicar. Por eso cree que la estrategia de sustitución debe complementarse con un fuerte trabajo de control territorial y de lucha contra la infraestructura de las organizaciones criminales por todo el país.
Como puede verse, la coca está de regreso y la estrategia para hacerle frente no está clara del todo. Hace 20 años, en los albores del Plan Colombia, los cultivos se dispararon al tiempo que la guerra se profundizaba. En ese entonces se explicaba que la coca era la gasolina del conflicto. Pero a mediados de la década pasada se desmovilizaron las AUC, responsables de buena parte del narcotráfico. Ahora las Farc están dejando las armas. La paradoja es que los cultivos se dispararon en pleno proceso de paz. El riesgo es que ahora sean el nuevo combustible, esta vez para un posconflicto violento.
Durante dos décadas el Estado fumigó intensamente y combatió al narcotráfico. Han caído centenares de capos y ningún país ha extraditado a tantas personas como Colombia. Sin embargo, nunca antes como ahora el narcotráfico está vivo y coleando. El fracaso de la lucha contra las drogas tal y como se ha aplicado es evidente. El gobierno de Santos sabe que las fórmulas viejas no sirven. Pero las nuevas implican un desafío titánico en dinero y en acción de las instituciones. Y la presión de la comunidad internacional para que erradicar a las buenas o a las malas no se haga esperar.