Opinión

Reflexiones medio sueltas y medio entretejidas sobre las elecciones del 21-N (+Clodovaldo)

Cuando una persona, una familia, una vecindad, una empresa, un país (o lo que sea) ha vivido en una situación artificial durante un largo período y, de pronto, vuelve a la normalidad, no es fácil para nadie

Ha pasado una semana de las elecciones regionales y municipales y ya tanta gente las ha analizado que es casi inevitable ser reiterativo. Pero, como se escribe para el día a día y también para que en el futuro se haga más fácil la tarea de reconstruir, la historia, aquí van unas reflexiones medio sueltas y medio entretejidas.

Cuando una persona, una familia, una vecindad, una empresa, un país (o lo que sea) ha vivido en una situación artificial durante un largo período y, de pronto, vuelve a la normalidad, no es fácil para nadie. No lo es cuando el estado excepcional ha sido positivo ni tampoco cuando ha sido negativo.

Digo esto porque con la estrategia de la derecha pirómana de ponerse al margen de los procesos electorales, mucha gente se había acostumbrado a ganar y a perder por forfeit, lo que daba como resultado (electoralmente hablando) un país diferente al real. Y eso ha tenido efectos muy perversos tanto en la gestión de gobierno como en la evaluación de los resultados de los comicios.

Haciendo un parangón deportivo, cuando un jugador, un peleador o un equipo debe sudar sangre para ganar todos y cada uno de sus encuentros o peleas tiene un desempeño mejor y más parejo (con menos altibajos) que cuando siempre gana fácil.

Con las elecciones del 21-N hemos hecho un ajuste en la representación, región por región, localidad por localidad y, por extensión, a escala nacional. Y pareciera que la mayoría (de ambos bloques políticos) no sabe cómo digerir este ajuste porque el sector chavista se había habituado a correr solo y el sector antichavista, a no competir.

Entonces se aprecian las señales del desconcierto y emociones afines. Por una parte, tenemos gente que quiere volver a eso que los coach de crecimiento personal llaman la zona de confort. Los que venían ganando sin oponentes en el campo se lamentan porque ahora sí los tienen y, en algunos casos, hasta han salido derrotados ante ellos. Por otro lado, los que se habían acostumbrado a no participar y esta vez lo hicieron tienden a repetir el viejo error que en otras ocasiones los ha llevado a caminos desastrosos: creer que una victoria parcial y coyuntural es una victoria total y estructural.

El país real-normal es uno donde hay «chavistas, independientes y opositores» (como acostumbra enumerar Miguel Ángel Pérez Pirela), a los que habría que agregar indiferentes y despolitizados. Con esa realidad es la que hay que lidiar.

Del dicho al hecho

El punto clave de la confrontación entre Gobierno y oposiciones es justamente ese plural en el segundo componente de la ecuación. Los escrutinios globales de las elecciones del 21-N evidencian que más gente votó en contra que a favor del polo gubernamental, lo cual indicaría que el Gobierno está técnicamente derrotado, pero esa es una manera muy poco asertiva de entender el asunto porque se está metiendo en la misma suma a partidos que en algunas oportunidades han formado coaliciones, pero que hoy en día no están reunidos en un frente.

Muchos son los que opinan que formar una nueva alianza es una tarea sencilla, que dependerá en buena medida de que la élite de Estados Unidos (verdadera cabeza de las oposiciones) les dé la orden de alinearse. Sin embargo, en las actuales circunstancias, eso no parece algo tan sencillo, sobre todo si se piensa en el corto plazo, lo que es –como bien se sabe- una pulsión irrefrenable de la contrarrevolución.

Si estuviésemos analizando el caso en un simulador de estrategia política, tal vez la recomendación más clara para el sector opositor sería activar lo más pronto posible el referendo revocatorio contra el presidente Nicolás Maduro, pues la mayoría de votos en contra que han logrado fraguar sería ideal para una confrontación de sí o no, como lo es esa.

No obstante, ese escenario no es tan automático como se imaginan algunos, pues además de mayoría, los votos por la revocatoria tendrían que ser la misma cantidad más uno de los que llevaron al presidente al poder en 2018. Para ser exactos, esos serían 6 millones 245 mil 863 votos.

Más allá de ese “detallito” numérico, el problema de las oposiciones sería entonces convertirse en la oposición, singularizarse y aglutinarse en torno a un solo nombre para las elecciones presidenciales sobrevenidas al hipotético revocatorio.

Uno mira al corral donde los principales líderes de las oposiciones se han pasado todo este tiempo riñendo, gruñéndose, mostrándose dientes y llega a la conclusión preliminar de que el camino del revocatorio será tortuoso y cuesta arriba.

La cosa no es como antes

Uno de los más consolidados mitos políticos de Venezuela es que en vida del comandante Hugo Chávez, el chavismo siempre ganaba las elecciones por paliza y sin despeinarse.

Esta creencia sale a relucir cada vez que hay elecciones y sirve para que muchos revolucionarios se autoflagelen diciendo que «en aquellos tiempos éramos invencibles y ahora, en cambio, solo ganamos por los errores de los otros».

Bueno, es cierto que sin unos oponentes tan erráticos y chapuceros de seguro otra hubiese sido la historia reciente de Venezuela. Pero no es verdad que antes todo fuese coser y cantar. En rigor, Chávez era de esos campeones que siempre ganaba fajándose durísimo, dejando el cuero en el combate. Y esto fue así, literalmente, hasta su última pelea de campeonato, la de 2012. Quien haya sufrido una enfermedad catastrófica o haya tenido un familiar o allegado en esa situación puede calibrar la descomunal dimensión del esfuerzo que ese hombre hizo para salir en campaña electoral en tan precarias condiciones de salud.

Por otro lado, a Chávez le tocó perder, y no cualquier elección, sino tal vez la más importante, estratégicamente hablando: el referendo constitucional de 2007, pues la reforma fallida impulsaba el país hacia el rumbo franco del socialismo del siglo XXI.

No es cierto, tampoco, que durante todo ese tiempo, el chavismo haya tenido siempre una amplia mayoría. Debe recordarse, por ejemplo, que en las elecciones parlamentarias de 2010 los votos totales por el chavismo fueron apenas 1% más que los de la coalición opositora (que entonces sí fue unida), es decir, que los votos en contra, aunque debido al modelo de asignación de escaños vigente para entonces, esa pequeña diferencia se tradujo en una mayoría amplia del Gran Polo Patriótico en la Asamblea Nacional [Algo parecido, pero en favor de la oposición, ocurrió cinco años más tarde, en 2015].

Hoy, la realidad alterada de los últimos cinco años (responsabilidad total de la oposición pirómana por acción, y de la oposición moderada-taimada por omisión) ha dado paso a una situación más cercana a la verdad de la correlación de fuerzas políticas del país, una realidad más parecida a la que existió, con variaciones, entre 1999 y 2016. Con eso hay que volver a vivir. Asumirlo es el primer paso.

El factor moral

La próxima vez que un militante de la oposición del estado Zulia le diga que está en contra de la corrupción, pida usted un paréntesis (un punto de orden, se decía en las asambleas sindicales de antes) y pregúntele, así, con cierto desparpajo: “¿Y, hablando de eso, loco, tú votaste por Manuel Rosales?” (O la versión regional de esa pregunta: “¿Y, hablando de eso, mardito, vos votasteis por Rosales?”).

No se trata de una mera fórmula para ganar un round en la eterna discusión política de barra de bar, a grito pelao en autobusete o de intercambio de balas de salva en las redes sociales. No. Es un asunto profundo, esencial, ontológico, metafísico… como usted quiera llamar a lo que en verdad importa, a las cosas que son de principio. Esto se podría resumir en la duda: ¿a la ciudadanía le importa o no la condición moral de sus dirigentes?

La interrogante se le puede formular también a cualquier opositor de otro estado que enarbole un discurso sobre la rectitud en el manejo de los dineros del Estado. “Si estuvieses radicado en Zulia, ¿habrías votado por Rosales… sí o no?”.

La interpelación también puede hacerse tomando a otros dirigentes opositores como referencia, ya sea que hayan ganado o no, pero que vengan de protagonizar casos de saqueo al patrimonio de todas y todos (ejemplos hay de sobra).

Porque lo medular en esta interrogante es el hecho de que una parte del pueblo, que suele fustigar la corrupción gubernamental, decide votar por un manilargo redomado, con plena conciencia de quién es ese personaje solo para derrotar a la opción política a la que legítimamente adversan.

Dice el poeta Juan Ramón Guzmán en un afilado tuit: “Manuel Rosales no solo ganó la gobernación de Zulia, ganó también una credencial de impunidad. Si por omisión a la ley antes no se le metió preso, hacerlo ahora se vería como revanchismo o venganza. Rosales está demostrando dos cosas altamente dañinas para la sanidad pública: que en nuestro país sí existen intocables y que robar bien (así te descubran) puede ser una forma meritoria de progreso y de respetabilidad, tanto que hasta hay gente que te vota y retornas al poder”.

Ciertamente, el antivalor de la corrupción como mérito político adquiere carta de naturaleza cuando alguien esgrime el argumento -muy socorrido- de que “los otros son iguales (o peores)”. Más allá de las emociones implícitas en el acto de votar, el ciudadano común no parece tener alternativa, al menos en lo que a manejo de los dineros públicos respecta. Y, lo peor, no parece considerar necesaria esa alternativa.

Entonces, de una forma que realmente asusta, el ítem de la corrupción queda fuera del debate político: entre la banda de corruptos A, que tiene discurso revolucionario, y la banda de corruptos B, que tiene discurso contrarrevolucionario, la gente escoge con base en otras razones.

Preocupa mucho eso porque se trata de una situación análoga a la que el país vivió en los años 80 y 90, cuando se decían cosas como “queremos a Carlos Andrés tal como es” o “con los adecos se vive mejor porque ellos roban y dejan robar”.

Al margen de los procesos previos contra Rosales, por los cuales estuvo “exiliado” (una manera muy conveniente de decir “prófugo”), el ahora gobernador de Zulia acaba de coprotagonizar uno de los casos de corrupción más descarados y vergonzosos de los últimos años: el pillaje de Monómeros, una empresa productiva que fue desguazada por la oposición valiéndose de la treta del gobierno encargado. Un Nuevo Tiempo (cuyo capo es Rosales) fue uno de los cuatro factores que le cayeron a la compañía venezolana en Colombia “como los cochinos al nepe”, una frase de mi compadre Ernesto Vegas.

Pese a tan abultado prontuario (al que se puede agregar sus características personales bastante nefastas) es el flamante gobernador de Zulia, para depresión y desconsuelo de quienes experimentaron directamente la derrota. Y es que, si Rosales es un corrupto de siete suelas y un meme viviente (como se ha dicho mucho en estos días) ¿qué se puede pensar de de la gestión de aquellos a los que él ha vencido?

¿Es Venezuela un caso excepcional?

En la mayoría de los lugares donde hay una democracia, el grupo gobernante no es la mayoría absoluta, sino la primera minoría.

Tome usted la lista de los países, escoja uno al azar y revise la cifra de votantes que obtuvo el presidente o jefe de Estado. Descuente los votos sumados de la oposición; quítele el número de los abstencionistas e indiferentes y verá que esa persona ha llegado al poder sobre los hombros de una minoría. Si el gobernante ya lleva un tiempo en ejercicio del cargo, la cosa se pone peor porque muchos de quienes lo apoyaron han dejado de hacerlo.

Esto, que es normal en todas partes, muchos pretenden presentarlo como una monstruosidad del modelo político venezolano, demostrativa de la falta de democracia.

La mayoría de los gobiernos del mundo no aguantarían la prueba si tuvieran que tener siempre el apoyo de la mayoría. Los presidentes de derecha que participan en el coro contra Venezuela serían de los más contundentemente revocados. Trump solo duró cuatro años y Biden no lleva uno y ya no tiene apoyo mayoritario. Duque y Piñera solo han aguantado a punta de represión y apoyo imperial, y Lasso va por ese camino.

La derecha global (política y mediática) pretende exigir que el gobierno de Venezuela sea derrocado porque los votos en contra (en una contienda regional y local) son más que los votos a favor del partido oficial. Pero si eso se aplicara como norma universal, muy pocos gobiernos quedarían en pie.

Perro que come manteca

Un comentario para cerrar, referido al comportamiento de algunos de los opositores ganadores al saberse investidos de poder. Fueron varios los casos de reacciones violentas hacia las autoridades salientes y, en especial, hacia las radioemisoras comunitarias y alternativas.

Aquí se aplica el adagio (una ley adeca, según decía un viejo verso de Graterolacho): “Perro que come manteca mete la lengua en tapara”. De acuerdo a los hermeneutas del decir popular, esto significa que cuando un animal ha adquirido una maña, la ha de poner en evidencia más temprano que tarde.

Y en el caso de la oposición (de todas, lamentablemente, en este punto no hay distinción entre pirómanos y taimados), ha ocurrido en estos 23 años que al sentirse guapos y apoyados, la emprenden contra los medios de comunicación vinculados a la Revolución o, simplemente, populares.

Valga recordar que en 2002, el triste líder copeyano Enrique Mendoza anunció que “esa basura que se llama el Canal 8 va fuera del aire”, en unas horas nefastas para la libertad de expresión porque también fueron cerradas Catia TV y Radio Perola, entre otros medios alternativos.

En 2013, cuando Henrique Capriles mandó a “descargar la calentera” (o algo parecido), varios medios comunitarios, aparte de Centros de Diagnóstico Integral, urbanismos de la Gran Misión Vivienda Venezuela y otros lugares emblemáticos, fueron asediados y asaltados.

En 2017, en la ola de ataques terroristas, varios medios comunitarios como Montaña TV, en Cordero, estado Táchira y Crepuscular, en la comuna Ataroa, estado Lara fueron “visitadas” por guarimberos violentos.

Y no se puede dejar a un lado el ridículo empeño del “gobierno encargado” de tomar el controlde Telesur, en 2019, para convertirla en parte del cártel mediático global [Por cierto, le encargaron esa tarea y le dieron un presupuesto a un señor que ahora posa de analista externo de las ejecutorias opositoras, como si él no hubiese sido “funcionario” … pero ese es otro asunto].

Por fortuna, las autoridades con competencia en (el Ministerio de Comunicación e Información, el Ministerio de Interior, Justicia y Paz y el Ministerio Público) esta vez no cayeron en el chantaje de que por tratarse de autoridades recién electas y en procura de la concordia política, había que tolerar que cometieran esos desmanes que, dicho sea de paso, ni siquiera están en el campo de sus atribuciones legales.

La conducta de los alcaldes y las alcaldesas de la derecha respecto a los medios comunitarios es una muestra de lo que haría ese sector político con los órganos de difusión públicos y revolucionarios en caso de llegar al poder nacional (por las buenas o por las malas). Una vez más, estamos avisados.

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