Para reprimir… hacen falta dos
Cuando el soldado israelí vió en el suelo, boca abajo, a un palestino herido, ¿necesitó de una orden para sacar el arma y darle un tiro de gracia en la cabeza?
Un arma, una credencial y la orden de reprimir… lo demás es perseguir, juzgar y ajusticiar sin solución de continuidad. Pero ¿basta una orden de un superior para ser juez y verdugo y carecer de conciencia?
Cuando el soldado israelí vió en el suelo, boca abajo, a un palestino herido, ¿necesitó de una orden para sacar el arma y darle un tiro de gracia en la cabeza?
Cuando las soldadas estadounidenses, en Abu Dhabi, obligaron con perros amaestrados a los musulmanes detenidos a desnudarse y acostarse, uno sobre otro, violando los principios de El Corán y la ética más profunda se esos hombres, para luego tomarse selfies con los torturados ¿sólo obedecían al protocolo militar?
Cuando una guardia nacional venezolana captura a una guarimbera, se le sube sobre el abdomen y la golpea repetidamente con el casco en la cabeza ¿estaba siguiendo el protocolo de la aplicación proporcional de la fuerza?
Si bien es cierto que se dice que el Estado es poseedor legal de la fuerza, no es menos cierto que las manos que reprimen no son acéfalas. Una cosa es mantener el orden, el control en caso de caos, y otra es causarle daño a un ser humano llegando al extremo del sadismo.
Para reprimir hacen falta dos: por un lado un poder decidido a imponerse sin cortapisa alguna, con capataces que ordenen la aplicación de la violencia; y por el otro, son imprescindibles operadores enfermos, asociales, con la mente deformada, que disfrutan de causar dolor, de maltratar, de asesinar.
Esos seres (porque cuesta llamarlas personas) hacen la diferencia en los grupos violentos, en las mafias, en las bandas delicuenciales, en los cuerpos policiales, en los ejércitos. Es su decisión de acogerse al lado oscuro lo que tiñe suciamente a cualquier organización humana.
Pero, por cada bestia bípeda hay decenas y centenas de personas, de seres humanos que no están dispuestos a traspasar los límites, que se empeñan en evitar la violencia y la injusticia.
Por eso existe el derecho a la libertad de conciencia, ese que le permitió a Mohamad Alí, -famoso boxeador negro estadounidense, campeón de todos los pesos- negarse a ir a la guerra de Vietnam a matar gente aunque eso le valió el despojo de sus dos títulos y tres años de cárcel, pero mantuvo su objeción de conciencia.
Bajo el mismo precepto de la objeción de conciencia, durante la invasión estadounidense a Grenada, (1983) varios comandantes de pelotón se negaron a matar mujeres y niños sabiendo que tendrían cortes militares en su futuro inmediato.
Ese derecho a decidir, actuar e incluso desobedecer por razones éticas y morales está consagrado en nuestra Carta Magna en el artículo 61, así como en la Declaración Universal de Derechos Humanos, de obligatorio cumplimiento en esta patria de Bolívar y nos permite negarnos a cumplir con una orden que violente nuestra ética.
Nadie tiene que ser juez y verdugo, nadie debe ajusticiar a otro por acción u omisión. Y el Poder, sea cual sea, perderá su fuerza si nos plantamos y nos negamos a utilizar un arma, a torturar a otro, o, en el caso de los comunicadores, a escribir falsedades, calumnias y mentiras para mantener el status y defender los intereses del patrón.
No puede haber ruptura constitucional si cada policía, soldado, miliciano y periodista entiende que existe para servir al bien común, a la equidad, la justicia y, por ello, puede objetar una orden que lleve a la muerte física o moral de personas, comunidades o naciones. Porque para reprimir hacen falta dos, pero hacer lo correcto cada uno de nosotros es suficiente.
/N.A