Opinión

Pa’lante con el corazón roto

Viaje a casa. Mi lugar en la tierra, mi paraíso en este mundo, en el que durante años he anhelado vivir, ese espacio donde cada día me proyecto envejecer feliz y realizada. Pero esta vez llegó allí con el estómago contraído, la tristeza dominándome. En ese rincón hermoso del estado Miranda, el hampa ahora es dueña y expropia la vida y las esperanzas de quienes lo elegimos como nuestro hogar.

En enero mataron a Gustavo… hace un par de semanas atrás atracaron al vecino y se llevaron casi todo lo que tenía, esta semana regresaron para llevarse lo que quedaba. Los que quedamos no tenemos donde ir, ni nos queremos ir, pero así están las cosas de grave.

Mientras observo con admiración e incredulidad a la vecina, quien nos relata nuevamente lo que ya nos habían contado, veo cómo se acercan dos perros jóvenes, de esos que solemos llamar de raza. Añade mi vecina… “Cuando la familia se fue después del robo, no se los llevaron, los dejaron aquí… yo les doy lo que les puedo dar pero como están las cosas a veces no consigo ni para mí. Llamé al dueño, pero no ha venido, mientras tanto veremos cómo nos las arreglamos”

Frente mí, una mujer que ha vivido toda su vida en este paraíso y no está dispuesta a abandonarlo porque en este lugar ha sido feliz y vivirá hasta su útlimo aliento. A distancia prudente, los perros nos observan, están solos sin la compañía de su familia que los dejó atrás, pero con el consuelo de quien teniendo poco está dispuesta a compartir. La angustia estalla, la impotencia empieza a transmutar en odio,

¿No te los puedes llevar?… No podemos, dice mi esposo, no tenemos cómo sostenerlos nosotros tampoco. Lo sé, musito llena de rabia y dolor, por mis vecinos, por mi vecina, por los animalitos… por nosotros y la probabilidad de perder del sueño que nos ha sustentado por años.

Nos vamos camino a visitar a uno de nuestros héroes de carne y hueso, allá más arriba de Araira, en las montañas donde se cultiva la mandarina que los camioneros compran barata y venden muy cara en Caracas.

Julio. Lo veo delgado, demasiado, desencajado. Es el Julio que nos cuenta cómo están de duras las cosas allá arriba, en pleno monte. No llega la comida, bajar a Araira no resuelve nada porque tampoco allá hay. Y hasta La yuca por el clima se retrasó ocho meses y todavía no está lista Se come lo que hay… lo que se consigue. Julio con su montón de muchachos, hijos, nietos, sobrinos y cualquier otro que necesite de su mano y protección. Julio que con un montón de años a cuestas y el bojote de enfermedades no bien curadas, siguen peleado, sigue luchando y mientras lo admiro, Julio me dice: “Estoy cansado. Estamos pasando hambre. Antes bajaba a Araira y le traía pan a mis muchachitos, ahora no se consigue nada”. Trago duro no quiero que se me salgan las lágrimas otra vez.

El dolor oprime el pecho, la rabia crece y empieza a tornarse en odio. Pero también hay miedo. ¿Ganaron? me pregunto. ¿Es así, demoliéndonos en lo cotidiano, robándonos los sueños, impidiendo conservar el logro de nuestros esfuerzos como nos van a acabar? ¿Es así como esta guerra malvadamente inteligente, perversa, total nos va a destruir uno a uno?

Y le pregunto: ¿Entonces, Julio, nos vamos a rendir, esto se acabó, ganaron? En su respuesta, la Venezuela indomable se crece. “No. Así tengamos que comer monte, no van a volver. No vamos a perder lo que hemos logrado. SI ellos vuelven, nos acaban. Quieren destruirnos. De esta salimos. Están bien equivocados si creen que nos van a ganar. Aquí ganamos nosotros porque no hay de otra”.

Por primera vez en el día, se me afloja un poquito la opresión de pecho. Si, éste es el mismo hombre que después del 6 diciembre nos llamó a casa para preguntar como andaba la vai.., y realmente lo que estaba indagando si éramos de los que se voltearon. Este es el hombre que ha luchado en su consejo comunal, uno de ese grupo de gente hermosa que construyó las casas con el crédito que le dieron y lo que le sobró lo convirtieron en nuevas casas para quienes las necesitaba, y como todavía les quedó hicieron la parada, e invirtieron hasta el último bien administrado bolívar en hacer cosas para su comunidad.

Esta es la gente de verdad, la Venezuela de verdad, la que sabe de lucha y dolor, pero que está llena de dignidad. La que no sale en televisión ni declara, ni diserta ni pontifica a cada rato, pero sostiene esta revolución, la que nos enseña que la lucha no es para un día sino para una vida, la que sabe que las cosas cuestan y a veces tardan, que hay problemas y retrocesos, que ocasionalmente hay que pasar agachado, pero nunca retroceder ni dejarse vencer.

Julio y mi vecina son diferentes, muy diferentes, y sin embargo son iguales. Sus vidas se gobiernan por la capacidad de seguir adelante, de seguir dando, de seguir luchando, de seguir andando, silenciosa y modestamente, tal como lo hacen millones de venezolanos, que sostienen, de pie, esta tierra de gracia, y nos enseñan, cómo me hicieron ver ese día, que tenemos que seguir pa’lante, así muchas veces nos sintamos con el corazón roto.

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