Opinión

Las casas del Cazador

PRIMERA CASA

El día que vi el primer ejemplar impreso del libro El llano era de nosotros tuve un sobresalto, más bien una molestia, porque al revisar la contratapa me encontré con un dato erróneo, o eso me pareció. Decía que el lugar de nacimiento del autor era la “hacienda Jurapal, Arauca, Colombia”. El dato proporcionado por el propio Cazador Novato informaba que ese hato queda en el Cajón del Arauca pero del lado venezolano, así que, en rigor, el editor se había equivocado. En unas pocas horas había que presentar esa novela en la Feria del Libro, capítulo Caracas, y me imaginé el arrecherón que iba a coger el coplero y declamador cuando viera ese dato choreto en su reseña biográfica (…).

Agarré a Rafael Martínez antes de la presentación, lejos de la Feria por si acaso, y le mostré el error. Le dije que yo mismo escribí esa reseña y que después se me había creado la duda. El viejo llanero me respondió, con la tremenda seriedad con que es capaz de hablar cuando se lo propone (es decir, cuando no está jodiendo): “No, eso no es ningún error. Resulta que esa hacienda tiene un pedazo en territorio colombiano y otro en Venezuela. Es más: el cuarto de la casa donde yo nací queda en Venezuela, pero el fogón donde cocinaba mi mamá está en Colombia”.

Esa espectacular circunstancia ya lo monta a uno sobre la primera clave cultural (primera casa – primera clave) que gravita en torno a Rafael Martínez Arteaga, El Cazador Novato: de los íconos culturales humanos de los dos países no debe haber ninguno que sea tan genuinamente colombo-venezolano.

SEGUNDA CASA

En los años 70 el Cazador estaba de moda, aunque proscrito de todas las emisoras debido a las letras muriáticas que son la marca del compositor: “Párate, coñoetumadre, pa’ date tu merecío’” (…).

Estaba en plena efervescencia esa fama underground del Cazador Novato cuando se encontró en el camino con otro loco irresponsable, otro cantor a quien, a pesar del enorme cariño que le profesaba el pueblo más pobre, también le tenían prohibidas sus canciones en las radios y televisoras. Y no era precisamente por decir groserías, sino por algo tanto más grave u ofensivo para la moral burguesa.

Cuando esos dos parranderos se juntaron se aplicaron a hacer lo que mejor sabían hacer: viajar y parrandear. Alquilaron una casa en Acarigua y la usaron como base de operaciones o plataforma de lanzamiento; como un respiradero donde llegar a recomponerse, echarse un baño, pensar, tomar nota, escribir y recuperarse antes de salir otra vez a recorrer los caminos del país. Eran un par de renegados, juglares nómadas y tormentosos que se metían a cantar gratis en cualquier tugurio, botiquín, plaza o patio donde los invitaran (…).

Al Cazador y a su amigo la gente iba a verlos y al finalizar las presentaciones se iba con ellos a seguir la canta y la parranda donde fuera. Inundaciones de aguardiente, amigos y mujeres los arropaban en caseríos y ciudades. Así se construyó el cariño gigantesco con que todavía la gente de todas partes los recuerda, a cada uno por su lado.

Por cierto, que al otro parrandero un día le llegó la hora de parar un momento aquella máquina de recorrer caminos. Se enamoró de una bella muchacha, cantora también, y ya la casa de Acarigua no fue la misma, porque había una compañera que respetar y a la que no se le podían imponer agendas locas ni ritmos desaforados. Rafael se percató al instante de la nueva situación y decidió apartarse para dejar que los amantes se entregaran a lo suyo. Tomó su camino, y la pareja de cantores tomó otro.

Pero nunca dejaron ambos de honrar su oficio y su destino: su manera de lanzarse por las carreteras del país no era una borrachera estéril ni improductiva, sino el método más eficaz de la historia para adentrarse en el alma de los pueblos, conocerla y enamorarse de ella.

Segunda casa, segunda clave: nadie puede conocer (mucho menos amar) a un país si no lo recorre, lo vive y lo interroga en la piel de sus habitantes. La demostración de ello es la obra musical de esos dos parranderos que anduvieron juntos cantando gratis y recibiendo a cambio el conocimiento de la Venezuela profunda, y amor por toneladas: Rafael Martínez Arteaga y Alí Primera.

Luego de esa temporada al lado de Alí, el Cazador Novato introdujo en su ardoroso fusil de versos la profundidad de un discurso político. No abandonó la copla jocosa ni la mamadera de gallo; no dejó de hacer reír con cuentos (…).

TERCERA CASA

Desde el año 2006 el Cazador vive en una comunidad llamada La Quinta, cercana a Altamira de Cáceres, la primera capital del estado Barinas. Es una zona montañosa donde gobiernan los ríos, el café y las mapanares. Una hermosura de montaña.

Un día lo encontré dirigiendo unas remodelaciones en su casa. Estaba poniendo cemento y bloques, pero dijo que iba a conservar la construcción original o fundacional tal como estaba, porque el primer documento de propiedad data del año 1872 (quiere decir que la construyeron antes) y él quiere conservar lo que queda de este monumento de la construcción popular.

Se trata de un cajón de unos 3 x 4 metros hecho de bahareque, aunque frisado en otra época con capa de cemento. Como el concreto se ha caído en varios tramos de esas paredes puede verse adentro cómo y de qué estaba hecha esa casa que tiene siglo y medio: el barro, las cañabravas, y los amarres de bejuco. Esto del bejuco aporta la tercera clave en esta tercera casa del Cazador.

Cuando a un habitante cualquiera, de la ciudad o del campo venezolano, le mencionan la palabra “bahareque”, en seguida la reacción es de rechazo y tal vez algo de burla. “Bahareque” no solo suena feo y campuruso, sino que la imagen mental que le trae a uno es la de un rancho todo torcido y vuelto mierda, lleno de gente muy jodida, carajitos barrigones de tantos parásitos, las gallinas y los perros disputándoles la comida. Un bahareque nos trae la representación mental de la miseria.

Pero pasa algo que a nadie o a casi nadie le explicaron: el por qué. En cierto momento del siglo XX, cuando el capitalismo industrial arropó el ensayo de país que teníamos en Venezuela, el proceso de negación de la naturaleza y de los materiales nobles (y gratis) con que se construyen las casas de verdad nos trajo al momento en que a todo el mundo se le convenció de que nada es más fuerte, resistente y duradero que el metal. El mismo proceso nos llevó a rendirle culto al cemento, cuando contábamos con algo tan recio como el barro para construir con distintas técnicas (tapia, adobe, bahareque). Esos bahareques que uno ve en la carretera doblados y desvencijados están así porque la estafa del capitalismo no tardó en quedar en evidencia: el esqueleto de esos bahaqueres fue amarrado y sujetado con clavos y alambre, y ya todo el mundo sabe que los metales ferrosos se pudren, oxidan y descomponen, más temprano que tarde. Al contacto con el barro los clavos no duran más de cinco años antes de oxidarse, y el alambre se debilita y se parte un poco antes.

El bejuco con que está amarrada la casa del Cazador no se descompone con la tierra sino que, con el paso del tiempo, se endurece, casi se petrifica, se integra a la tierra y por lo tanto a la estructura. Las paredes originales de esa casa (que por cierto no es de las más viejas de Altamira: aquí hay casas sólidas de más de 300 años) se ven firmes. A su lado están las otras paredes de cemento y metal, pudriéndose lentamente; el viejo bahareque verá morir a la casa capitalista, y ojalá haya quien capte esta tercera clave: las casas del futuro tienen que ser como las de antes. Hay que ir olvidando poco a poco el cemento, abandonar poco a poco las casas enfermas que nos enfermaron y volver a experimentar con los materiales del entorno.

La sociedad capitalista desaparecerá, y la continuación de nuestra historia debe buscarse en aquel intento de país que fuimos: aquel país donde todavía sembrábamos para comer y no para vender; un país que no conocía el cemento y entonces hacía magia con la piedra, el barro y la madera.

La vida y la obra musical y escrita de Rafael Martínez Arteaga se parece entonces a sus tres casas: son un desafío a las convenciones y a las líneas imaginarias que separan a nuestros pueblos, una comprobación de que a Venezuela solo la quiere quien la conoce, y quien se lanza a conocerla encontrará al pueblo y a la poesía; y un triunfo sobre el paso del tiempo y sobre el capitalismo industrial.

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