Efemérides

Hace 63 falleció el maestro de la luz Armando Reverón

Faltaba un cuarto para las siete de la noche del 18 de septiembre de 1954 cuando dejó de vivir Armando Reverón, aquel artista que logró dominar el secreto de la luz y que la llevó a la tela, conservándole la grandeza y difícil sencillez.

Reverón fue un genio, quien atormentado se encerró en un mundo que sin tener paredes ni techos, era el encierro ideal para desarrollar su personalidad artística. Frente al mar que tantas cosas nos dice siempre, bajo el cielo que siempre nos calma y beatifica, con su mujer, sus colores, su locura y su tiempo, Armando Reverón regresó al mundo primigenio y de él tomó los secretos con los que asombró al mundo que tuvo la suerte de conocerlo y al que, en sus cuadros y muñecas, lo aman y admiran todavía.

La causa de su muerte fue una embolia cerebral cuando tenía 75 años y un mundo de creación bulléndole en el alma. Las frías paredes de un sanatorio caraqueño atraparon sus últimos alientos, lejos del mar que tanto quiso, lejos de su choza de piedras y de palmas y de su inseparable Juanita, la de las manos doradas que adorna su obra.

Muchos de los conceptos que de Reverón se han escrito y se han dicho lo realzan como un genio que tuvo la capacidad de comunicarse con todo el mundo y que a todos permite conocer su obra, calificarla y amarla y sobre todo admitirla como un chispazo de Dios en este mundo. Su actitud fue como la de un mago que trajo, como en un aquelarre maravilloso, los vestigios del pasado indígena con sus colores y el afén negro y español para hacernos partícipes de la fiesta de la luz, convirtiendo la tela en un taller de brujerías para indicarnos lo grande de su fuerza y vitalidad.

Admiramos al creador, el artista y el hombre y amamos sus dos obsesiones esenciales que fueron la luz y Juanita Ríos, su mujer, su modelo y confidente. La dueña de su mundo, de su poderosa e iluminada fantasía. Al sentirlo así el recuerdo que le dedicamos en este nuevo aniversario de su ausencia física tiene el sentido de pensarlo siempre, no como un loco o el investigador de complicadas técnicas artísticas que quieren imponernos, sino un hombre normal, simple, demasiado simple que vivió su propio mundo rodeado de amigables fantasmas que hicieron de él un creador que interpretando las cosas que él veía, pudo llevarlos a los cuadros cuya persistencia nos obliga a quererlo y admirarlo.

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