El istú, o cómo desaparecer un alimento
¿Agarrar unos bultos de harina y esconderlos en un galpón o llevarlos a Colombia? No, eso no es desaparecer alimentos. Esa es apenas una manifestación resultante de la verdadera masacre cultural que nos ha llevado a considerar "comida" sólo lo que encontramos en el mercado
Como siempre, el delator histórico que es el lenguaje se empeña en darnos pistas y nosotros nos empeñamos en ignorarlas o mirarlas con desdén. Que la palabra "mercado" designe en el habla cotidiana al lugar en que uno va a comprar alimentos, y al mismo tiempo al mecanismo por antonomasia del capitalismo comercial, equivale a consagrar la frase simple "Si usted no paga no come". Así como existe la expresión neoesclavista "mercado laboral", donde su piche o inmensa fuerza de trabajo es vendida al mejor postor, existe un mercado para que usted compre lo que debería tomar de un corral o unas plantas. A dejarnos de pendejadas: la comida no es un derecho humano natural sino una mercancía.
Siempre está al alcance de la mano algún elemento que sirve de metáfora concreta para ilustrar un tema genérico. Caso actual: si usted quiere saber, entender, comprender o recordar cómo ha hecho la sociedad urbana-industrial para aniquilarnos a los seres humanos como productores o tan siquiera conocedores de nuestros alimentos, pudiera fijarse en lo que ocurrió con el istú, canopia o conopia. ¿Istú? ¿Conopia? ¿Qué es eso? Ahí tiene la primera lección de lo que es un alimento realmente desaparecido: esa y otras especies alimenticias que calmaron el hambre de millones de personas en nuestros territorios por cientos de años, están tan extinguidas que ya casi ni siquiera existen en nuestra memoria colectiva. Queda quien sepa de estas especies, cómo no; de sucesivos encuentros con estas personas hemos extraído algunos datos importantes.
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El istú es una planta de la familia de las heliconias, y una musácea (pariente del plátano, el cambur y el topocho). La mata es muy similar a la que producen las flores ornamentales conocidas como "Ave del paraíso" y "Riqui-riqui", abundantes en el eje piedemontés Altamira de Cáceres-Calderas, donde a todas estas matas se les conoce popularmente como "platanillo", seguramente por la forma de la hoja. En el llano venezolano se le llama también conopia o canopia. Y en ambos territorios se le conoció como especie comestible, hasta que su consumo entró en desuso y ni siquiera la crisis de alimentos comerciales ha hecho que se haya regresado al hábito de su consumo. Forma odiosa y provocadora de decirlo: la gente sigue prefiriendo comprar en el mercado cualquier verdura u hortaliza llena de fertilizantes e insecticidas químicos antes que volver al alimento ancestral que nos mató el hambre cuando no existía la vergüenza social.
La vergüenza social ha sido, en efecto, uno de los mecanismos más potentes de execración de nuestra cultura y de imposición de cánones comerciales. Así como el triunfo de la industria de los cosméticos pasó por el trámite de convencer a todo el mundo de que oler a ser humano es oler mal (¿odias "tener violín"? ¡COMPRA jabón, talco, perfume y desodorante!, y mejor ni hablemos del blanqueamiento de la piel y el alisado de los cabellos) muchas otras industrias exitosas debieron llenarnos de mucha vergüenza antes de vendernos la solución a nuestros espantosos "defectos": así no se habla, ese color es feo, qué ropa tan fea llevas puesta, deja de estar pilando maíz que aquí está tu harina pan, huye de ese rancho de barro que ahí hay chipos, ven y te vendo esta casa de cemento, etcétera.
En el piedemonte barinés los testimonios directos revelan que el istú era una especie de "pollo de los pobres", al igual que la cofia que se forma en el extremo de los racimos de cambur: con esa cofia, lo mismo que con el istú, se preparaba o se prepara un guiso, sopa o cocido cuyo sabor recuerda al del pollo. Parece que consumir estos guisos o sopas eran sinónimo de mucha pobreza o carencias; el que no tenía pollo podía cocinar algo que se le pareciera y eso podía equivaler a un tragicómico engaño: "¿Qué estás comiendo?", preguntaba el vecino curioso; "¡Pues pollo!", respondía el que se avergonzaba de su situación de escasez. ¿Alguna objeción con eso de comer pollo de mentira, falso, transmutado? Pues vaya enterándose: "eso" que a usted le venden en el mercado tampoco es pollo sino una mutación espantosa a reventar de hormonas y manipulaciones artificiales. Usted dirá si es preferible comer istú o seguir consumiendo carne de criaturas torturadas y estresadas hasta el horror del "beneficio". La muerte de esos falsos pollos que nos venden es tan liberadora que ya es común llamar "pollos beneficiados" a esos cadáveres que nos venden a precio de gallina gorda.
A la noble planta del istú se le aprovecha todo: los frutos (esas pelotas rojas y moradas) se abren, se aparta la pulpa con la que se hace el guiso o sopa de presunto pollo; las semillas se tuestan y con ellas se hace una infusión que puede sustituir al café (de hecho por aquí la gente dice "Con esas semillas se hace café"). El interior de los tallos de las hojas se come como aderezo o componente de ensaladas o picantes. Con la raíz hervida y molida se hace una harina comestible, del fruto y la semilla se han documentado propiedades medicinales; con la concha del fruto se hace un tinte muy duradero para la ropa, de color rojo o morado intenso, y con las hojas se pueden envolver hallacas o bollitos, cocinar pescados o envolver algunos productos. Antes en esta zona se acostumbraba vender la mantequilla envuelta en hojas de istú, bijao o platanillo, pero ya tú sabes: QUÉ-AS-CO que vayas al supermercado y te entreguen cualquier cosa envuelta en hojas del monte, guácala.
Como en nuestras sociedades ser pobre es ser fracasado, fueron perfeccionándose de esta manera los métodos de ocultamiento de esa condición, así que el istú fue desapareciendo de la mesa, del habla y de la memoria. Con todo, la "desaparición" es sólo social, del ámbito humano, ya que en la naturaleza hay miles de toneladas de istú. He ido a recibir un curso exprés de preparación de istú de parte de la señora Yaya, vecina de estas montañas. Ha dicho la sabia octogenaria: "Ya no lo hacemos porque eso lleva mucho trabajo". Acto seguido, me da una explicación más sencilla que la preparación de un pollo de verdad o de mentira. A seguir explorando.
Al clamar por la difusión del conocimiento de este tipo de emblemas (y hay miles de ellos, igualmente "desaparecidos" o "escondidos" en las selvas, desiertos y montañas) me enfrento a un dilema ético: ¿será mejor dejar en el semi anonimato a esta y otras plantas maravillosas? ¿Existirá el riesgo de que coja vuelo y el monstruo que todo lo comercializa se apropie de ella y la convierta en otra mercancía con precio y envases incluidos? Tan siquiera esa discusión valdría la pena: ¿será que la única forma de resguardar lo más valioso de nuestras culturas originarias es la clandestinidad, el resguardo o barrera ante el empuje de la masificación y comercialización?
/N.A