Culturales

El guiño cabrujiano demostró que la muerte también es un disimulo

En el mesón de la cocina quedó huérfano aquel pargo que iba a desaparecer –con la solemnidad de unas finas hierbas– en el paladar de dos comensales al final de la tarde. Pero el chofer tuvo que comunicar la noticia a su familia: "se nos fue". Horas antes de la cena pautada con César Bolívar, en la piscina de su casa en Margarita, José Ignacio Cabruja Lofiego se moría. Cabruja era su apellido real, sin la ese al final con la que firmó hasta ese domingo 21 de octubre de 1995 su última columna en el C-2 de El Nacional.

"En la tarde, a través de un ‘extra’ televisivo, llegó aquel pelotazo: la muerte, que se le vino al poeta tan callando", contó entonces en una columna el periodista Earle Herrera quien, atónito frente al aparato, lo supo: "Nos quitaban una forma de jugar a la vida, de apostar al humor con las bases llenas y de mirar el mundo".

El mito dice así: Dramaturgo gracias a un mago, escritor por culpa de Victor Hugo, comunista por Pedro Infante, hombre de la pantalla por una película mal dirigida de Luis Buñuel, obseso de la ópera por amor a su padre, Cabrujas falleció de un infarto a los 58 años.

En sus últimas entrevistas, quizás a confesión de su debilidad por las frituras, la tortilla con chistorras y los suculentos caldos con mucho jamón, dijo: "siempre he creído que mi corazón me puede dar un susto". También pudo sospechar del cigarrillo, infaltable en presentación de tres cajetillas diarias y causante de su voz de "cochinito ronco", como lo mentaba su prima Carolina Espada.

O tal vez, según las conjeturas de su tercera cónyuge Isabel Palacios a Yoyiana Ahumada: "Le dio un infarto, y por eso se ahogó; o perdió la estabilidad y le vino el infarto porque se estaba ahogando". Cabrujas, militante entusiasta  –y brevemente traidor– de los Tiburones de La Guaira, no sabía nadar. La duda quedó para las especulaciones porque no hubo tiempo de autopsia. El mismo día que murió su cuerpo fue trasladado a Caracas, al campamento, la ciudad en constante fundación, la capital del "mientras tanto y por si acaso", la urbe de memoria frágil que se empecinó en amar.

"Caracas no permite recuerdos, no hay recuerdos posibles en ella. El lugar donde yo conocí a mi primera novia no está, ni tampoco está el café donde me citaba con ella (…) Todo es así de arbitrario. Tampoco hay tiempo para conversar. Pero a esta ciudad yo la amo, y tal vez la ame porque justamente sea así. Le conozco sus trucos", le diría Cabrujas a Lidia Terero en 1982.

Porque conocer el truco fue lo que importó siempre, al menos desde que su padre lo llevó cuando era niño a ver a Barnum, un mago catalán que lo llamó al escenario para hacer un espectáculo con un reloj y le susurró, bajito, lo que tenía que hacer para que la ilusión funcionara: "Esa complicidad, esa sensación de mi propia importancia en ese espectáculo, me marcó para siempre (…) Me capturó ese mundo de la magia, donde todo era verdad y donde todo era mentira".

Pero para dedicarse a fabular el mundo debía, primero, aprender a escribir. Esa revelación sobrevino después, como una epifanía, en su adolescencia catiense. "Fue en el instante en que terminé de leer Los Miserables de Víctor Hugo", narró en un artículo compilado en el libro José Ignacio Cabrujas habla y escribe (Equinoccio, 2012). Allí, sentado en la platabanda de su casa, suspiró "unas ochenta y seis veces consecutivas" y prometió convertirse en escritor.

Su obra, con innumerables éxitos y estrepitosos fracasos, fue de todo menos frugal. Porque a Cabrujas admitía que era glotón hasta con las palabras y, cuando escribía, el frenesí alimenticio no paraba hasta que se sentía más que satisfecho, rebosante. En eso, el gusto por el dramatismo y la intensidad de la ópera resultó fundamental.

"Yo escribo en un estado particular de sensibilidad, escribo llorando, por ejemplo, lloro, lloro, lloro, o me río, o entro en un estado muy emotivo", le decía a Terero.

Bajo ese influjo nacieron piezas teatrales como Los Insurgentes, Juan Francisco de León, El extraño viaje de Simón el Malo, Tradicional hospitalidad, En nombre del rey, Testimonio, Días de poder, Fiésole, Profundo, Acto Cultural, El día que me quieras, Una noche oriental, El americano ilustrado, Autorretratro de artista con barba y pumpá, y Sonny; así como los guiones de películas como La quema de Judas, Sagrado y obsceno, Cangrejo y Amaneció de golpe.

En la televisión hizo telenovelas, un género con el que defendía su “derecho a ser plebeyo”, reivindicación que ejerció con piezas como La Fiera, La Señora de Cárdenas, Natalia de 8 a 9, Silvia Rivas divorciada, Soltera y sin compromiso, Doña Bárbara, Pobre Negro, La Dueña, La dama de Rosa, Señora, Emperatriz, Las dos Dianas y El paseo de la Gracia de Dios.

También dedicó páginas a sus artículos de opinión, sátiras y jugosos ensayos que tenían como eje transversal el fracaso, lo cotidiano, la "venezolanidad" despojada de artificio y la contradicción de un hombre poco dado a las posturas unívocas, y por eso, inasible a las etiquetas. Sin embargo, proclamaba abiertamente su pasión por la política.

"Yo no soy un buen militante de partido. Pero la política sí me importa, me fascina, me atrapa como fenómeno", diría Cabrujas en el conjunto de ensayos compilados por Equinoccio, años después de haber sido integrante del Partido Comunista, militante del Movimiento al Socialismo (MAS) y fundador –y único miembro– del Partido de la Maizina Americana. De izquierda, siempre.

El disimulo, su teoría según la cual en el Estado venezolano la chanza siempre le levanta la falda a toda gravedad, lo acompañó incluso hasta su último día de vida. El testimonio de la viuda de Cabrujas es que la noche que llegó a Maiquetía con el féretro de su marido, tuvo que trasladarlo en un camión hasta el aeropuerto internacional –con la ayuda de un piloto- ante la negativa de un guardia de dejarla sacar el ataúd por la terminal nacional porque le faltaban unos papeles.

"Pasamos la urna de José Ignacio del camión de volteo al (carro) de la funeraria como si estuviéramos trasladando armas de la guerrilla en mitad de frontera: ¡apúrate, apúrate, saca la caja!". El guiño de despedida del dramaturgo hace veinte años recordó, al mejor estilo cabrujiano, su propia ley.

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