Crónica

El escuadrón cazapandilleros

Tac-tac-tac-tac-tac-tac…

 

El Sombra le pone el fusil en la cabeza a un pandillero hincado cerca de las llantas de un pick up 4×4 de la Fuerza Armada y jala el gatillo en ráfaga. El arma tiene bloqueado el paso de munición y solo suenan los chasquidos mientras el soldado la agita dando ligeros golpes en el cráneo de su captura.

 

Tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac…

 

—Me dan ganas de volarte la cabeza, hijueputa, me dan ganas, fijate -le dice El Sombra al pandillero mientras le deja ir otra descarga en falso, agitando el fusil.

 

El Sombra, como llamaremos al personaje principal de esta historia, es un soldado del Comando de Fuerzas Especiales del Ejército, destacado en una unidad que, según él mismo cuenta, es la encargada de salir cuando matan a otro soldado. O a varios. Es el caso de esta noche del miércoles 9 de marzo, cuando un convoy de elementos armados salió espantado desde la escena del crimen donde quedó tirado el soldado del Grupo de Operaciones Especiales, Carlos Enrique Ramos, de 19 años, y su padre, su hermano y un primo, en una finca del municipio de Olocuilta. Los militares van a toda prisa a San Francisco Chinameca, a12 kilómetros aproximadamente, donde dicen haber ubicado a la clica del Barrio 18 que dio la orden de matar a uno de los suyos.

 

El Comando de Fuerzas Especiales, según nos explicará Sombra más adelante, está compuesto de cuatro unidades: Escuadrones de paracaidismo, el Comando Especial Antiterrorista, el Grupo de Operaciones Especiales y la Escuela de Fuerzas Especiales.

 

La búsqueda había comenzado a las 6 de la tarde, con un amplio operativo del Ejército y la Policía que peinaba Olocuilta en busca de pandilleros. Otro grupo de soldados se quedó para resguardar la zona del homicidio y esperando a que cayera la noche. Ahí fue donde conocí a El Sombra.

 

—Hey, tomáme una foto con el fusil así, ¿ve? -le dice el soldado al fotógrafo que me acompaña, mientras posa con su arma apuntando hacia el cielo y la lámpara de su fusil encendida. El fotógrafo le hace un par de cuadros y El Sombra le da su número de teléfono para que se las pase más tarde por Whatsapp.

 

Cubrir una escena de homicidio se ha convertido en un evento de todos los días para los periodistas judiciales en El Salvador. Pasar varias horas detrás de la cinta amarilla policial, esperando a que salga Medicina Legal con los cuerpos y un policía que diga cómo quedaron las víctimas es el pan diario.

 

Así estábamos un grupo de periodistas cuando se nos acercaron unos soldados. Uno de ellos me llama a mí y a otros dos colegas a un lugar más apartado y nos enseña una foto de cómo quedaron el soldado Ramos, su padre, su primo y un hermano. Amarrados, bocabajo, en medio de un monte alto.

 

El soldado nos dice que reconoce el trabajo de la prensa y que sabe que estamos ahí durante horas y horas esperando a que alguien nos dé información. Luego dice que quisiera pasarnos esa fotografía de la escena pero que tiene miedo de que su teléfono esté interferido, por alguna unidad de inteligencia, y sepan que él es una fuga de información.

 

Ese mismo soldado le hace un gesto a El Sombra, que tiene bien entretenidos a los demás periodistas detrás de la cinta amarilla, y este se acerca. Comienza a contarnos que un equipo ya tiene ubicados y acorralados a los pandilleros que mataron al soldado Ramos y su familia, que están en la finca donde quedó el soldado y su familia, en una quebrada, y que solo están esperando la noche para “darles”, dice, y hace gestos con las manos como quien dispara una ráfaga con el fusil.

 

—¿Por qué no los capturan? –pregunto, con temor a que me vean como idiota.

—¡Puta! ¿Y para qué vamos a capturar a esas mierdas? Mejor les hacemos el paro y les avanzamos camino. De todos modos, solo la muerte es la que les espera a esos hijosdeputa -contesta El Sombra, mientras sonríe y muestra las coronas metálicas en sus dientes.

 

Minutos después de esa plática, llegan a la zona dos camiones llenos de soldados y dos pick up artillados. El militar encargado de la tropa es El Charli Mayor. El Sombra y el otro soldado se le cuadran y reciben indicaciones. Ambos se despiden de nosotros y caminan hacia los camiones.

 

El Sombra, antes de irse al camión, nos deja su número y nos dice que cuando ande en operativos nos va a avisar para que hagamos “un reportaje de calidad” y se despide con una frase: “ahorita a matar vamos”.

 

La frase nos deja desencajadas las caras y no puedo evitar pedirle que me deje acompañarlos. El Sombra me responde que no, que de eso no podemos hacer noticia porque no les conviene. “De eso no se deja evidencia”, dice y vuelve a mostrar sus dientes metálicos.

 

Antes de irse, los soldados se reúnen frente al camión. Algunos se gritan los nombres indicativos y se dan instrucciones. El Charlie Mayor se sube al carro artillado con dos soldados más y salen rumbo al norte; otro grupo se queda en el lugar y dicen que va rumbo al sur.

 

Arrancamos a toda velocidad detrás del carro en el que se subió El Sombra y El Charlie Mayor. Entre las curvas de la calle los perdemos por algunos momentos, pero al rato los volvemos a alcanzar. Vamos a unos 80 kilómetros por hora.

 

Luego de unos 30 minutos de perseguirlos, alcanzamos a la unidad en la entrada del casco urbano de San Francisco Chinameca, municipio de La Paz. Ahí se detienen los dos pick up artillados. Frente a nosotros, un soldado maneja una subametralladora empotrada en el carro.

 

Los carros avanzan despacio y de repente el silencio inunda el lugar. Son cerca de las 8:00 de la noche y parece que estamos solos en un pueblo fantasma.

 

Un soldado rompe el silencio y da unos gritos de alerta. “¡Aquí, aquí!”, dice. Me bajo del carro y corro detrás de él. Dos soldados más corren hacia un callejón lleno de casas hechas de lámina, madera y carpas plásticas negras. Al rato, los soldados regresan sin novedad. “Se fue el hijueputa”, dice uno.

 

Avanzamos hasta un llano y de repente veo a El Sombra y a otro soldado que traen a un joven delgado sin camisa. Lo traen con las manos amarradas hacia atrás y amordazado con un trapo. En un movimiento relámpago, uno abre la puerta del pick up artillado y lo tiran a la cabina. Nadie dice ni una palabra.

 

El Charlie Mayor reúne a su tropa cerca de los carros y les da instrucciones. “Este hijueputa me lo va a dar”, dice, mientras señala hacia el carro donde está el sujeto amordazado. Más tarde, El Charlie Mayor me contará que ese es el plan: sacarle verdad al pandillero que han capturado a como dé lugar, hasta que les diga dónde está El Panza, el palabrero de la clica que, según ellos, mandó a matar al soldado Ramos y su familia.

 

El final de la calle donde estamos se divide en dos accesos, para la parte baja y alta de la comunidad. Un grupo de soldados avanza hacia la parte baja y me voy tras de ellos. Está oscuro y el último poste con alumbrado eléctrico quedó a unos cien metros. Los últimos rayos de luz alcanzan a iluminar una pared alta de una casa de dos plantas donde hay un enorme placazo con el número “18”.

 

Los soldados encienden sus linternas y caminan a la ofensiva, apuntando a todos los rincones, dándose indicaciones entre ellos. La calle por la que avanzamos deja de ser pavimento y se deshace en una vereda de peñascos y tierra suelta hasta llegar a una quebrada. Por ahí caminamos cuando un grito nos pone los nervios de punta.

 

—¡Ahí está, ahí está! –uno de los soldados grita apuntando con su linterna hacia el lado izquierdo de la quebrada donde hay una casa de lámina y bahareque.

 

Dos soldados más lo acompañan y subimos por un camino empinado hasta llegar a otro terreno llano que hace las veces de patio de la casa. Hay una fogata que, al parecer, alguien quiso apagar, pero que las brasas dejaron en evidencia.

 

Los soldados gritan y ordenan que abran la puerta. Alguien enciende la luz del patio y de pronto todos nos vemos ahí. Un soldado se da la vuelta y me apunta con el arma. “¡No te movás!”, me dice. Levanto las manos y le digo que tranquilo, que soy el periodista que venía detrás. El soldado se da la vuelta y pega otro grito hacia la casa.

 

Una señora abre la puerta y sale al encuentro. Dice que aquí no hay nadie, que ella no ha hecho nada y que no sabe por qué los han llegado a molestar. Uno de los soldados le grita a la señora y le advierte que lo mejor es que saque al pandillero que está escondido en su casa o de lo contrario se la van a botar.

 

Los soldados entran apuntándole a todo lo que se mueve, una joven de unos 19 años se para frente al televisor y se petrifica. Viste una calzoneta y una camisa larga. De pronto se escucha un ruido adentro de un cuarto y los soldados gritan desde la sala “¡si no salís te morís!”

 

Vencido, un joven de unos 18 años sale con las manos arriba y sin camisa. “Yo no soy nada, yo de ver un terreno que tengo allá abajo vengo, no soy nada, no soy nada”, repite el joven y uno de los soldados lo agarra del pelo y lo encamina a la salida.

 

El joven, delgado, piel trigueña, pelo corto y parado, que vive en esta zona marginal, cumple los requisitos del estereotipo de pandillero. Los soldados lo hincan entre las piedras de la quebrada frente a su casa y la única mujer soldado del equipo le pega una patada en las piernas.

 

—Hacete más para arriba pues, rata -le dice para que el joven avance hacia un pequeño muro de cemento.

—Yo no soy nada, déjenme, rezonga el joven.

—¿Ah, no? ¿y por qué te escondías, pues? ¿Que te dan miedo los soldados o qué? -cuestiona la soldado a tiempo que le deja ir otra patada.

 

Otro soldado que cuidaba la retaguardia pega un grito y dice que ha visto a otro. “¡Allá está, allá está!” Todos corremos quebrada abajo y volvemos a subir por un camino empinado de piedra y tierra. Esta vez nos adentramos entre unos árboles y plásticos negros colgados con lazos. Al fondo, en medio de un barranco, hay otra casa de lámina con un foco encendido.

 

Los soldados avanzan y se oyen unas patada seguidas del grito de una señora que dice que no le peguen, que él no es nada, que los va a denunciar. Los soldados sacan a un hombre de la casa. Esta vez el detenido es gordo y está tatuado. Le ponen las manos hacia atrás, le entrelazan los dedos y se los ponen a la altura de la cabeza.

 

Capturados los dos sujetos, los soldados los hacen caminar cuesta arriba hasta llegar donde alcanza la luz del alumbrado público y hacemos una pausa mientras otro grupo avanza por otra calle y hace una búsqueda rápida.

 

En esas estamos cuando se escuchan unos gritos desgarradores. Es el llanto de una joven que viene subiendo la quebrada acompañada de su madre.

 

—¡Suéltenlo, suéltenlo! Ustedes no saben ni mierda y aquí vienen a agarrar a la gente como que son perros. ¡Suéltenlo, malditos! -grita entre el llanto desconsolado, la joven de unos 17 años.

—¡Mejor se calla si no quiere que la llevemos a usted también, niña! -le advierte El Charlie Mayor.

—¡Llévenme! ¡llévenme! ¡Métame presa! -les grita la joven y su madre intenta callarla.

—¿Usted cree que no la puedo llevar presa? ¿quiere que la lleve presa? Venga, pues, dice el militar y se le acerca con unas esposas en la mano.

—¡Lléveme!… me cae mal que vienen a tratar pura mierda a la gente ¡abusivos! -le grita la joven.

—¡Y a mí me cae mal que ustedes sean pandilleros! ¡Todos son pandilleros! ¡Todos ustedes colaboran con los pandilleros! -les grita El Charlie Mayor, con tono enfurecido, como si intentara que toda la comunidad lo escuchara.

 

Un soldado le advierte a su jefe que hay un periodista de televisión que parece estar filmando el momento y lo calma.

 

—Hey, estas ondas no las vayan a estar grabando, por favor -nos pide El Charlie Mayor.

 

Subimos hasta donde dejamos los carros y allá está El Sombra con otros dos soldados. Todos con sus fusiles cruzados sobre el pecho. Un soldado hinca al hombre gordo de quien dicen es El Panza y al otro al que identifican como El Caballo. Los dos, según dicen, son pandilleros del Barrio 18, de la clica que supuestamente mandó a matar al soldado de Olocuilta.

 

Un soldado baja un garrafón de agua del carro y vacía en una botella para repartir mientras descansamos un rato. El Sombra toma un trago de agua y se dirige hacia donde están hincados los dos detenidos, cerca las llantas del pick up 4×4. Entonces comienza a divertirse.

 

¡Poc! ¡poc!… ¡poc!

 

Tres patadas en el pecho de El Panza rompen el silencio de la noche en el lugar donde estamos. El Sombra se parte en carcajadas y se pasa al lado donde está El Caballo. Entonces hace como que carga el fusil y se lo pone en la cabeza.

 

Tac-tac-tac-tac-tac

 

Enseñando los dientes en tono amenazante, El Sombra refunfuña y le repite que le dan ganas de matarlo.

 

—Me estresás fíjate, hijuemilputas -le dice y le vuelve a dejar ir otra descarga en falso en la cabeza al detenido.

 

Otra vez se regresa al lado de El Panza, quien está también sin camisa. En el brazo derecho tiene un tatuaje con el número 18 que El Sombra no le había visto.

 

—Ahhhh. No me había fijado en eso que tenés ahí, ¡maldito hijueputa! … ¡poc! ¡poc! ¡poc! ¡Mejor te debería volar toda la cabeza!

 

Otra lluvia de patadas entre el pecho y el brazo le caen a El Panza, quien solo puja y se agacha un poco como queriendo calmar el dolor, pero solo logra recibir más patadas de El Sombra.

 

Patadas en el pecho, en el hombro, en el brazo, en el estómago. Pujido. Más patadas. Más patadas. Más patadas. Tac-tac-tac-tac. ¡poc! ¡poc! ¡poc! Tac-tac-tac-tac. Patadas. Pujidos. Patadas. “Te vas a morir hijueputa. Te vas a morir”. Risas. Dientes metálicos. Risas. Patadas. Pujidos. Tac-tac-tac-tac. Risas…

 

—Este cabrón es loco -dice El Charlie Mayor, mientras ve de reojo cómo se divierte de El Sombra.

—¿Cómo te llamás hijueputa? -pregunta El Sombra.

—Santiago Mármol –contesta al que señalan como El Caballo, a tiempo que El Sombra le pega varias palmadas con todas sus fuerzas en la cabeza.

—¿Cuánto tiempo tenés de llevar la palabra aquí? -insiste Sombra.

—Nombre. Yo en la casa estaba -responde el hombre.

—¡Ah! ¿y por qué te corriste? ¿tenías miedo? -le dice El Sombra y le vuelve a pegar más palmadas en la cabeza.

 

El otro, al que reconocen como El Panza, no logra decir su nombre porque cada vez que va a hablar El Sombra lo calla con una patada.

 

Para la suerte de El Panza y El Caballo, un grupo de señoras con mantos blancos sobre sus cabezas viene bajando la calle y un soldado advierte a El Sombra para que se calme con su juego.

 

—Buenas noches, dicen en coro las señoras mientras agachan la mirada y pasan pegadas a la cuneta, evitando ver a los soldados.

—Buenas noches. -responde El Charlie Mayor. Las horas han pasado rápido y casi es la media noche.

—¡Rápido, señora! ¡Camine, camine, camine, señora! -les grita El Sombra, y las señoras avanzan con la cabeza agachada, como evitando ver lo que hacen con los dos detenidos.

 

El Sombra camina hacia los periodistas. Viene secándose el sudor. Trae una botella con agua en la mano. Ríe y vuelve a mostrarnos sus dientes metálicos.

 

—Ajá, muchachos, nos dice. Esto va comenzando. Ahorita va a empezar lo bueno. Quédense si quieren hacer un buen reportaje.

 

Entonces parece más relajado. Saca su teléfono celular y comienza a contar de qué se trata todo esto. Cuenta que su unidad especializada es la que sale cuando matan a un soldado, y no la policía, como es en la mayoría de los 481 homicidios cometidos en marzo de este año, o los 5,897 homicidios que hubo el año pasado.

 

—Los policías ahí nos van a disculpar, pero cuando matan a un soldado los hacemos a un lado -dice El Sombra.

 

Según este soldado, su misión cada vez que matan a un soldado es recibir la línea que les “tira” inteligencia sobre qué clica fue y en qué lugar pueden comenzar a cazar pandilleros. Capturan a uno – como al que tienen amordazado bocabajo en el pick up – y los hace “cantar por las malas”, dice. ¿Que cómo saben si el capturado es pandillero? “¡Y no bien se les echa de ver, pues! ¿Qué no los ve cómo se visten?”, responde.

 

Hasta marzo de 2016, el soldado Ramos, al que asesinaron en Olocuilta junto a su familia, había sido el cuarto soldado asesinado por presuntos pandilleros en El Salvador. El año pasado, en 2015, fueron 24 los soldados que cayeron abatidos, una cifra récord en lo que va del siglo.

 

—La Policía -dice El Sombra- viene a investigar por las buenas. Nosotros, el batallón especial cazapandilleros, venimos a investigar por las malas. Jajajaja.

 

Cuenta El Sombra que su método no tiene comparación. Que ellos vienen “solo a traer”. Y, muchas veces, “a pegar”.

 

El soldado saca su teléfono Android y nos enseña algunas fotos de pandilleros muertos, aunque no explica si murieron en un supuestos enfrentamientos o asesinados por pandilleros rivales. En unas salen unos jóvenes con tiros en el pecho, en la cara, en los brazos… “Son ratillas”, dice el soldado y revienta en carcajadas. Luego muestra una donde se ve un hombre con los sesos de fuera.

 

—Ese era soldado -dice El Sombra en tono serio y cabizbajo, y señala la foto del soldado Gerardo Ortiz Vega, de 39 años, a quien mataron el 19 de febrero de este año en el cantón Panchimalquito, de San Salvador.

—…

—A ese lo agarramos. Agarramos al que pegó. ¿sabe qué le hicimos?

—¿Qué?

—¡Póngamelo ahí, mi Charlie! -le dije-. Póngamelo paradito… ¡chac! (chasquea el fusil que tiene en las manos)… prrrrr… prrrr…. Prrrrr.

—….

—Treinta le dejé ir. Ni se pudo reconocer después -dice El Sombra.

 

En ese operativo, contrario a lo que cuenta Sombra, no fue reportado ningún tiroteo, ni tampoco pandilleros muertos.

 

Contando eso estaba cuando un soldado que cuidaba la retaguardia pega un grito y levanta el fusil rápidamente.

 

—¡Si te movés, te morís! ¡Si te movés, te morís!

 

Un joven de unos 17 años estaba escondido cerca de un poste del tendido eléctrico, a unos veinte metros de donde estábamos nosotros, desde un punto donde nos podía ver bien.

 

Dos soldados más se despliegan y le apuntan al joven. Este levanta las manos y se tira al suelo. Un soldado lo va a traer del pelo, le amarran las manos con una cinta y lo suben al pick up. Luego suben a los otros dos detenidos a la cama del mismo pick up en el que va el amordazado.

 

—Vaya, aquí ya nos vamos -dice El Sombra, y los demás soldados se suben a los pick up para salir de la comunidad.

 

En la cama del pick up van los tres detenidos esposados y boca abajo. Uno de los soldados que va de pie junto a ellos le suelta una patada a uno. “Vas poniendo las patas en mi mochila, basura”, le dice. Luego, el otro soldado que también va en la cama le pega otra patada al mismo detenido. “Movete de ahí. Te estoy ayudando para que este no te siga dando verga”, le dice.

 

Los pick ups avanzan y salimos del casco urbano.

 

A las afueras del municipio, los soldados se detienen y nos dicen que ya no podemos seguirlos. Que van a “otra misión”. Y que los dejemos en paz.

 

—Ya bastante les dejamos ver -dice El Sombra, y nos muestra por última vez sus dientes metálicos.

 

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