¿Cuándo algún exfuncionario gringo nos contará cómo fue que mataron a Chávez? (Clodovaldo)
Entonces, uno se pone a atar cabos y piensa que debe ser verdad que a Chávez le indujeron el cáncer que lo liquidó y esa es una buena razón para explicar por qué hay una serie de tipos y tipas que estuvieron en eso que se conocía como “el primer anillo de seguridad” del comandante, que ahora viven felices y comen perdices en tierras imperiales
Las confesiones del exsecretario de Defensa Mark Esper sobre las reuniones en la Casa Blanca para discutir sobre cómo matar a Nicolás Maduro dejan muy claro que a Estados Unidos lo dirige una banda de criminales. Tipos encorbatados, entalcados y perfumados, pero criminales en toda la línea.
¿O es que puede alguien de recto proceder andar en eso de organizar una cumbre para decidir un asesinato que, por sus implicaciones, no sería uno, sino el punto de partida de una matanza?
Sabiendo esto (que la élite gobernante de EE.UU. es asesina por naturaleza) cobran fuerza las hipótesis conspiranoicas según las cuales al comandante Hugo Chávez lo asesinaron.
Porque, vamos a sacar una regla de tres simple: si han gastado horas y más horas de sus acaudaladas vidas tratando de encontrar la fórmula para eliminar a Maduro (que es el heredero, el sucesor, el designado) ¿qué no habrá hecho esa gente mafiosa y psicópata para borrar a Chávez, que era el líder histórico y global, el papá de los helados?
Entonces, uno se pone a atar cabos y piensa que debe ser verdad que a Chávez le indujeron el cáncer que lo liquidó y esa es una buena razón para explicar por qué hay una serie de tipos y tipas que estuvieron en eso que se conocía como “el primer anillo de seguridad” del comandante, que ahora viven felices y comen perdices en tierras imperiales, bajo el amparo de esos gobiernos que tienen licencia autoasignada para matar.
Bueno, quién quita entonces que uno de estos días salga algún exfuncionario o exconsejero de estas organizaciones gangsteriles que hacen las veces de gobiernos a echar el cuento de cómo compraron a Fulanito o a Menganita, personaje de la total confianza de Chávez (alguien con quien tal vez cantaba joropo o jugaba pelota) y lograron que lo traicionara a él y, por añadidura, al pueblo chavista y a un segmento del mundo todo, porque Chávez era, desde luego, un hombre, pero también era un fenómeno político global al que todavía le faltaba mucho por hacer.
En fin, habrá que esperar entonces por ese libro, que junto al de Esper y al de John «doctor Chapatín» Bolton, completará un tramo de la biblioteca universal de la infamia. Si nadie da el paso, la verdad solo se sabrá cuando desclasifiquen los documentos, es decir, en el largo plazo, cuando todos estemos muertos, como dicen que dijo el economista Keynes.
Lo que sí puede decirse hoy es que aun en el caso de que el prematuro fallecimiento de Chávez no haya sido inducido, sino un cruel giro del destino, sería interesante enterarse de cuántas veces y de cuántas formas planearon despacharlo de este mundo esos seres tan democráticos y defensores de los derechos humanos que dirigen EE.UU., siempre con la complicidad de secuaces criollos y de las no menos deplorables clases dominantes latinoamericanas y europeas.
Aquí podemos hacer de nuevo el cálculo: si con Nicolás Maduro han inventado más de veinte fórmulas para echarlo del poder y quién sabe cuántas para derrocarlo, secuestrarlo o, simple y prosaicamente, matarlo, ¿cuántas habrán manejado respecto a Chávez?
Verdades espeluznantes
Más allá de atizar tesis atrevidas pero muy creíbles, las revelaciones reiteradas de exjerarcas yanquis sobre los temas de discusión en la Casa Blanca, el Pentágono, el Departamento de Estado, la CIA y demás instituciones de la democracia ejemplar estadounidenses ponen en evidencia varias verdades espeluznantes.
La primera, ya se dijo arriba, es que las élites gringas se arrogan el derecho a matar a los presidentes y altos funcionarios de otros países para imponer gobiernos a su gusto y defender sus intereses económicos y geoestratégicos. Y, obviamente, no solo se atribuyen ese derecho en términos teóricos, sino que lo han ejercido un montón de veces, de las formas más feroces y retorcidas.
Pero la segunda verdad es quizá más terrible: la ciudadanía de EE.UU. y una buena porción del resto del mundo legitima ese falso derecho a asesinar que la caterva hegemónica se ha atribuido. Y, por supuesto, tanto las organizaciones internacionales, como las ONG y la maquinaria mediática naturalizan esa conducta delictiva. Pareciera que fuera aceptable, razonable y normal que los dirigentes de la derecha de un país vayan a Washington a planificar magnicidios, invasiones y matanzas para hacerse con el poder que no consiguen con sus votos, liderazgo o propuestas políticas.
Es pertinente preguntarse qué ocurriría si, por decir un caso, en Miraflores se hicieran reuniones para acordar la forma de asesinar a otro presidente latinoamericano. Cabe suponer que los mismos que se reúnen en la Casa Blanca a tramar crímenes saldrían con caras de señoritas ofendidas y solicitarían un pronunciamiento urgente del Consejo de Seguridad de la ONU y hablarían del grave riesgo para la democracia regional que implica tener a unos autores intelectuales de crímenes en un palacio de gobierno.
No sería descabellado pensar que en cuestión de horas estarían ejecutando un bombardeo, autorizado o no por la ONU.
En este caso no. Nadie se alarma más de la cuenta. Un exsecretario de Defensa revela los detalles de unas sórdidas conversaciones sobre cómo matar más y mejor y no se produce ningún escándalo. Algo está realmente torcido en la mentalidad de nuestro momento histórico.
Y van a seguir
Lo más grave del asunto es que al ser cohonestada mundialmente, esta conducta criminal está lejos de cambiar.
Por el contrario, es de suponer que los jefes gringos seguirán llamando a sus lacayos de cada país (llámense Juan, Julio, Iván o Volodimir) para planificar homicidios impunemente.
Algunos pretenden consolarse un poco diciendo que eso solo pasa cuando en la Casa Blanca vive un troglodita republicano como Trump. Se olvidan de cómo la doñita demócrata Hillary Clinton se ufanó de haber matado a Muamar Gadafi y lanzó una risotada que dejó en pañales a Cruella de Vil.
Esta semana, el embajador de Venezuela ante la Organización de las Naciones Unidas, Samuel Moncada, presentó una larga ristra de las conjuras de Trump y sus amigotes para venir a Venezuela a asesinar, masacrar, invadir, bombardear, boicotear, destruir, quemar y cuanto verbo uno pueda encontrar en los diccionarios de sinónimos.
Ese memorial de agravios (como diría Camilo Torres Tenorio a quien es justo recordar hoy, día de elecciones en Colombia) se suma a las denuncias ya conocidas, procesadas e investigadas y que apuntan hacia los mismos tenebrosos personajes. ¿Servirá esta vez de algo?
T/Clodovaldo Hernández