Opinión

Caernos a coñazos

Si no nacimos finlandeses nunca tendremos el temperamento de los finlandeses, y me estoy refiriendo a un pueblo que, como el nuestro (tan caribe como andaluz y africano) ha sido capaz de llevar a la presidencia a compatriotas que no vinieron a proponer la perpetuidad de la tranquilidad burguesa sino su subversión y eventual aniquilamiento

Que a los venezolanos nos guste el bochinche por sobre todas las cosas es una reflexión que han acuñado un montón de tipos serios (Francisco de Miranda entre los más notables) que tal vez querían o andaban en busca de un poco de orden. El orden es algo que todo el mundo añora, cómo no. Pero esas cosas hay que trabajarlas, no esperar que alguien llegue con una ley a decir "Miren, está prohibido bachaquear" y entonces va y se acaba el bachaqueo.

Si no nacimos finlandeses nunca tendremos el temperamento de los finlandeses, y me estoy refiriendo a un pueblo que, como el nuestro (tan caribe como andaluz y africano) ha sido capaz de llevar a la presidencia a compatriotas que no vinieron a proponer la perpetuidad de la tranquilidad burguesa sino su subversión y eventual aniquilamiento.

Justamente, si se supone que estamos en un tiempo de rebelión, de Revolución y de revelaciones, de huidas palante y pa atrás, de despedidas y bienvenidas, no podemos esperar más de eso que llaman "el curso de nuestra historia" sino que sea sobresaltado, desencajado, a veces violento y a veces hilarante, muchas veces incomprensible y casi siempre raro. En 1998 elegimos a un presidente que se formó en la institución más retrógrada y reaccionaria después de la Iglesia, y sin embargo ese señor: 1) nos convocó a hacer una insólita revolución pacífica; 2) su primer acto de Gobierno fue eliminar la recluta y el servicio militar obligatorio; 3) acusado de megalómano y de tendencias faraónicas, se dedicó a destruir desde la presidencia de la República a todas las figuras de autoridad, empezando por la suya propia.

De ese punto número 3 tratan estas líneas. Porque de él se deriva una cantidad de actitudes y situaciones, algunas peligrosas y otras sólo curiosas, pero en todo caso dignas de prestarles atención. Sobre todo aquellas que nos ponen a invertir tiempo y energía en cruzadas inútiles e incomprensibles.

***

En lo que va del siglo 21 venezolano el signo de las relaciones entre los ciudadanos y las figuras de autoridad ha sido de tensión y quiebre de las antiguas barreras impuestas por las jerarquías sociales. Recuerdo a una tía mía formándome rolo e peo en los años 80, porque una vez saludé con un "¡Epa!" y una palmada en el hombro a un señor que recién me presentaban, y "quién carajo te crees tú para estar dirigiéndote así a un coronel". Ahora como nunca antes hemos entendido que nadie está revestido de santidad, nadie es lo suficientemente intocable, luminoso o angelical como para meterse en el barrial de la política venezolana y salir de allí ileso, limpiecito, sin manchas ni rasguños de ningún tipo. El que camina en el barro sale embarrialao.

Chávez carajeó, demolió o presentó en su exacta dimensión pedestre, humana y terrenal a todas las figuras simbólicas y hasta arquetípicas del poder y la autoridad (ni Bolívar se salvó de que le jurungaran los huesos) y en consecuencia también fue carajeado, escupido, vejado. Y nosotros, propiciadores, continuadores y en cierta forma receptores de los desmanes contra el perfumito, la corbata, la sotana, la chapa policial, el mirar por encima del hombro y la mala maña de caminar sin pisar el suelo, nos dedicamos también a descuartizar en la vida real a aquellas figuras que el cine, la radio, la televisión y la prensa nos habían hecho creer que eran suprahumanas y sublimes. Ahora aquí, para ser respetado (algunos quieren ser también adorados; problema de ellos), hay que ganarse el respeto cara a cara con la gente, no sólo aparecer en televisión y demostrar que se habla francés, gíglico o pneumático. Esa mierda se acabó, mi hermano.

La intuición del legislador que en 1999 redactó la nueva Constitución convirtió en letra escrita lo que ya en la calle comenzaba a ser un rotundo clamor, un anuncio del tiempo prerrevolucionario que es el estado de rebelión: el artículo 350 no autoriza a nadie a hacer nada, lo que hace es reconocer que, cuando a este pueblo le dé la gana de sublevarse, se va a sublevar y eso está por encima de las leyes. Ya lo demostramos el 12 de abril de 2002 apenas un empresario decidió por sus cojones que él era el nuevo presidente.

El caso es que en ese ejercicio del derecho a tratar de igual a igual a todos los ciudadanos han venido a surgir figuras interesantes, otras estrambóticas y algunas que de tanto agarrarle el gustico a mear han terminado por hacerlo fuera del perol (lo cual es otro derecho: andar equivocado por la vida y exhibirlo a gritos y con orgullo).

Por ejemplo, esa clase de sujetos que necesitan que todo el mundo los quiera y, en consecuencia, cambian de discurso cada dos días dependiendo de lo que opinen sus "seguidores" y compinches reales o virtuales. De tanto querer satisfacer a todos terminan no gustándole a nadie, porque no hay gente más ladilla que la gente que habla y habla y habla y nunca termina de decir qué coño es lo que piensa.

Los que buscan fama a costa de lo que sea, así para ello tengan que hacer algunas jugadas, hijas maltrechas de aquel noble espíritu contrario a la autoridad: se la aplican a una figura mediática y la joden, y la joden, y la joden, y la joden, y se obsesionan con ella y la insultan y la calumnian y le lanzan tobos de mierda, a ver si la figura esa un día voltea y les hace el favor aunque sea de echarles un salivazo en público, lo cual será su éxtasis y su orgasmo. El mayor de sus "Me gusta", del que vivirán durante varias borracheras y sesiones de chat ("Mareeeco, ¿viste?, me nombraron en un artículo, o sea").

Están también los que se ponen a leer detenidamente un portal web cualquiera, y cada vez que ven escritas las palabras "marico" o "traidor" entonces asumen que los están atacando a ellos y salen a "defenderse", esto es, a insultar porque se sintieron aludidos.

Están los que, aprovechando que las redes sociales permiten disfrutar de algo que debe ser muy parecido a la popularidad y la fama, vienen y se dedican a trasvestirse de los personajes heroicos y valerosos que nunca serán en la vida real. Estos son los que, por lo general, cuando discuten o tratan de discutir un tema, sueltan amenazas concretas tipo "Cuando quieras nos caemos a coñazos". Me acuerdo de mí mismo, del Duque de los años 90; no existía Twitter pero había otra red virtual y cinematográfica, una fábrica de fantasías y de ilusorias batallas heroicas; esa red era el alcohol.

En un bar cualquiera, durante una pea y una discusión cualquieras, era común que la cosa terminara en peleas, casi siempre colectivas. Se ufanaba uno de las heridas propias y las infligidas a otros; era una sabrosura verse dos días después con el montón de panas a contar cómo había sido la batalla.

Creo que ha sido la edad, tal vez también la verificación de que nunca fui tan bueno como yo creía para soltar las manos, o quizá también la entrada en razón que le da a uno el haber visto y sentido tantas vainas, desde el ridículo hasta el dolor y la vergüenza. El caso es que entre los aprendizajes de estas décadas en que uno ha tratado de crecer junto con el país (que ha crecido como crecimos sus muchachos pobres: en el caos y la efervescencia) hay un código que terminará por imponerse, y consta de unas cuantas normas, a saber: ningún insulto, ofensa, calumnia o acusación (cierta o falsa) te ha destruido en medio siglo, así que ya ninguna lo hará; con los güevones no se pierde el tiempo ni la energía; esa energía hay que reservarla para cuando el verdadero enemigo se desboque; ninguna discusión debe tener por objeto convencer a nadie de nada (si a Chávez le dolió la boca de tanto explicar qué cosa es nuestra Revolución y todavía queda quien entendió lo contrario, uno no va a lograr aclararlo en una conversa, escrito o debate), antes bien es bueno generar dudas y preguntas en el interlocutor.

Así que, quienes quieran ganarse unos coñazos, vayan a buscarlos en otro lado y con otro candidato a victimario. De muchacho hice algunas cosas para cumplirle a aquello que llamábamos pundonor e incluso hombría, pero ya a estas alturas no creo que me queden bien esos aspavientos. No siento necesidad ni ganas de poner a nadie a cagar dientes para demostrar nada de lo que escribo.

Ahora, si alguien siente que le debo algo pues venga y me lo cobra: recuerda que estamos en el tiempo en que todos somos, hemos sido o seremos carajeados, escupidos y vejados. Cada quien verá si invierte entonces más energía física y emocional en cumplirle a la historia o a su ego encandilado por las redes sociales.

/N.A

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