Revolucionarios plagian el lema “Vamos bien”, o sea, que algo raro está pasando (+Clodovaldo)
No falta quien afirme que son los estrategas imperiales los que nos quieren hacer sentir tristes, a pesar de los buenos resultados. Quién quita… esa gente sabe mucho de guerra psicológica
Muchos revolucionarios de alto y bajo rango (y de alto y bajo vuelo) parecen estar tomando para sí el lema guaidosista “Vamos bien”, lo cual es como para asustarse… ¿o no? Todo apunta a que algo raro está pasando, como suele decir mi amigo, el Estrangulador de Urapal.
Alguien, números del 21-N en mano, llama la atención sobre señales de alarma y motivos de preocupación, pero los referidos personajes optimistas empedernidos dicen: “No seas aguafiestas, camarada, que ganamos otra vez y, además, estamos en tiempos de parranda, hallacas y pernil, vamos a dejar los análisis sesudos para enero”.
No falta quien afirme que son los estrategas imperiales los que nos quieren hacer sentir tristes, a pesar de los buenos resultados. Quién quita… esa gente sabe mucho de guerra psicológica.
Pero, más allá de esas tesis conspiranoicas, la verdad es que no hay mejor tiempo para debatir en el seno del chavismo que recién saliendo de una confrontación electoral victoriosa, aunque suene anticlímax y cortanota. Incluso, uno puede llegar al extremo de decir que no es que sea el mejor tiempo para la discusión interna, sino el único. ¿No es así?
Para cerciorarnos de que la anterior no es una afirmación manipulada por los agentes externos, revisemos someramente los otros momentos posibles.
En campaña, ni de broma
Hasta los más lerdos saben que durante la campaña electoral es un delito capital plantear algún tipo de debate interno. Y tiene lógica porque es como cuando los jugadores de un deporte de equipo se ponen a reñir entre sí, en el campo. Solo el rival puede sacar provecho de semejante desaguisado.
En campaña interna, tampoco
Históricamente hablando, el poderoso Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) no ha sido proclive a la discusión política interna en los días, semanas o meses previos a una campaña electoral, es decir, cuando está marcha el proceso interno para la escogencia de candidatos.
Los argumentos para no debatir en esa etapa son parecidos a los que se aplican al tiempo de campaña en sí, pero no iguales. Suele decirse que los debates que se presentan en esas circunstancias nacen viciados porque no tienen motivos ideológicos nobles, sino que son expresiones viles de las ambiciones de poder de corrientes internas o de individualidades enfermas de vanidad.
Después de una dura derrota, es muy doloroso
El chavismo ha tenido dos grandes derrotas nacionales en los 23 años de confrontaciones con votos. La primera fue en el referendo por la reforma constitucional de 2007. Pero tomemos como referencia la de 2015, que es un tiempo mucho más parecido al actual.
Ese año se produjo el feo nocaut en las elecciones parlamentarias y lo que puede rememorarse de entonces es que a las dificultades propias de un boxeador que está morado como una berenjena, se sumó entonces el hecho de que había demasiadas tareas urgentes que realizar para evitar que las muy previsibles jugadas políticas de la envalentonada oposición terminaran por convertir una elección legislativa en un golpe de Estado.
Los recuerdos aún frescos apuntan a que importantes cuadros entraron en una especie de negacionismo de la batalla perdida, lo cual, desde luego, anula cualquier posibilidad de debate.
Cuando los locos andan sueltos, obviamente no
Al margen de los tiempos electorales (que son recurrentes en la Venezuela supuestamente dictatorial) hay otros factores que afectan la posibilidad de que el chavismo entre a debatir sobre los síntomas admonitorios que se vienen presentando con creciente intensidad.
Por ejemplo, cuando el ala pirómana asume el puente de mando de esa surrealista Arca de Noé que es la oposición, el chavismo se aglutina, se hace un solo puño y entonces, muchos de los líderes sienten que no solo es innecesario, sino que también sería impertinente andar mirándose hacia adentro.
Podría decirse que el afán violento de estos sectores ha tenido el efecto de cohesionar a los revolucionarios, pero, paradójicamente, al mismo tiempo ha hecho que se aplace indefinidamente el tiempo de las tres erres, de las seis erres o de cuántas quiera que sean a estas alturas las mentadas erres.
Por lo demás, los tiempos en los que el timón opositor lo llevan los pirómanos han conducido a la anomalía democrática de elecciones ganadas prácticamente por forfeit. Esto tampoco ayuda a demostrar la urgencia de una profunda revisión interna. Por el contrario, exalta el distorsionado triunfalismo de dirigentes clave y desmoviliza a muchos militantes.
Entonces, parece comprobada la hipótesis de que es ahora o nunca porque de un momento a otro se alborotan de nuevo los locos o, sin que nos demos cuenta, llegan de nuevos los aires preelectorales y acaban con la posibilidad de una debate doctrinario.
La propuesta de debate como motivo de sospecha
En el área de la salud suele pasar que cuando una dolencia aguda no es atendida oportunamente, puede convertirse en una deformidad crónica. Así pasa también en política, tal vez por aquel principio hermético de que cómo es arriba, es abajo y viceversa.
Entonces observamos que en un movimiento revolucionario formado bajo la conducción de un líder que insistía a diario en la necesidad del debate, este se ha convertido en un objeto impertinente, al punto de que quienes hablan mucho de eso (del debate o sus sinónimos) terminan siendo sospechosos de tener en mente un brinco de talanquera o una sucia traición.
Está claro que al desprestigio de las propuestas de abrir cauces a la crítica interna han contribuido algunos destacados personajes que siempre tienen a flor de labios esta idea pero con un enfoque gatopardiano: que se discuta todo para que todo siga igual.
Desde la periferia, es decir, sin la rémora de la disciplina partidista (que algunos entienden como obediencia debida) afirmo que al movimiento revolucionario le hace falta una sacudida interna y la fuerza más adecuada para ello es la del debate crudo de las realidades políticas, a la luz de los resultados matemáticos de las elecciones y de los atenuantes y agravantes del contexto.
Nadie me ha pedido una sugerencia, pero si fuera por mí propondría que en todas las instancias de la Revolución (el PSUV, los otros partidos, el Gobierno nacional y los gobiernos regionales y locales y el Poder Popular) se iniciara la reflexión colectiva con una pregunta disparadora (en cualquier sentido de la palabra): ¿Qué carrizo sería de nosotros si no tuviéramos una oposición tan, pero tan mala?
Reflexión dominguera
Preso cuatro años por publicar una foto en Facebook. La próxima semana, Diego Herchhoren podría ser condenado hasta a cuatro años y medio de prisión por haber tomado y divulgado fotos de un desalojo.
Esto puede ocurrir –y seguramente ocurrirá- en una nación que siempre dice estar preocupada por los problemas de libertad de expresión y por los presos de conciencia que, según dicen, hay en Venezuela. Se trata de España, ese país cuya prensa llora todos los días por los supuestos atropellos a los derechos informativos que, aseguran, ocurren en este rincón tropical.
¿Qué fue lo que hizo Herchhoren? Hay que difundirlo porque la maquinaria mediática española está tan preocupadísima por Venezuela que no ha tenido tiempo para atender este caso, a pesar de que ocurre en sus mismas narices, en Guadalajara, Castilla-La Mancha, en pleno centro de la península.
Resulta que el hombre tomó fotos de la policía cuando desalojaba por la fuerza a una familia integrada por una madre de 17 años, un padre de 19 y un bebé de cinco meses que estaban viviendo en un edificio abandonado, propiedad de la sociedad católica San Vicente de Paúl (¡santa madre de dios!). El autor de las fotos las publicó en su cuenta de Facebook.
Pocos días después, se le abrió juicio por “revelación de secretos e injurias con publicidad”. La juez de la causa, Cristina Guerra Pérez, impuso a los implicados que se abstuvieran de realizar nuevos comentarios sobre el desahucio, amenazando con la imputación adicional de un delito de desobediencia.
Todo esto es posible en la avanzadísima democracia del Reino de España (un oxímoron viviente), parte de la ejemplar Unión Europea, que supervisa elecciones y dictamina si fueron libres, porque las fuerzas políticas dominantes, en ejercicio de su poder, han aprobado leyes soberanas que restringen los derechos a la divulgación de información de las actuaciones de los cuerpos de seguridad del Estado. Una de esas normativas es conocida allá como la Ley Mordaza y contempla no solo penas de cárcel para los infractores, sino también onerosas multas.
La ley se ha aplicado para evitar la difusión de escenas de represión (como las que ocurrieron durante los sucesos de Catalunya en 2019) y, de manera cotidiana, para censurar fotos y videos de los numerosos “desahucios”, es decir, los desalojos violentos de familias que ya no han podido seguir pagando sus hipotecas o (como en el caso señalado) que han ocupado inmuebles vacíos. La policía actúa en estos casos como ejecutora de órdenes judiciales solicitadas por la depredadora banca española. Por lo general, los “desahuciados” son personas de la tercera edad que han vivido por décadas en la vivienda desalojada.
En estos días, el Congreso comenzó a discutir fórmulas para “suavizar” la Ley Mordaza (no para derogarla, de ninguna manera) y eso bastó para que la ultraderecha saltara a las calles y se pusiera a la cabeza de una manifestación de policías y guardias civiles que se oponen a esa reforma porque quieren seguir apaleando impunemente a señoras de 80 años, sin que les puedan tomar fotos. [La cosa de los policías, por cierto, tiene visos de rebelión contra el infeliz gobierno del PSOE, pero se trata de un tema colateral].
Estos dirigentes fachorros (como gusta decir mi amigo Ramón Echeverría) que defienden así la Ley Mordaza son los mismos que piden que cesen los ataques a la “prensa libre” en Venezuela; y los mismos que protegen allá a toda clase de delincuentes y terroristas venezolanos bajo la máscara de los perseguidos políticos. Diría alguien por aquellos lares: “¡Estos gilipollas tienen un morro que se lo pisan!”.