Las miserias del sistema capitalista hegemónico global quedan a la vista con la pandemia
Ya encontrará el capitalismo hegemónico global las maneras de echar la culpa del coronavirus al comunismo, al socialismo, al terrorismo islámico o a cualquier otro enemigo público. Pero lo que parece ser una verdad irrefutable es que la pandemia ha dejado a la vista las terribles miserias de un sistema que se basa en la desigualdad social y que ha hecho de la salud uno de los negocios más jugosos de la historia empresarial.
La globalización y el libre mercado, dos de los grandes dogmas del capitalismo, que se han hecho más fuertes aún después de la desintegración de la Unión Soviética, han mostrado lo peor de sí en la crisis planetaria en curso.
La globalización ha favorecido la rápida expansión del virus, pero ese es el menos importante de sus efectos. El más delicado es la sospecha de que el imperio capitalista en declive (con Estados Unidos a la cabeza, Europa como sociomenor y las oligarquías de nuestros países como vagones de cola) podría haber utilizado armas biológicas para detener el avasallante crecimiento de China, un experimento que, según parece, habría resultado mal.
Conscientes de que el sector farmacéutico es uno de los más prósperos en los rankings de corporaciones globalizadas (solo lo superan las industrias de armas, petróleo, banca y tecnología), y conociendo sus métodos de trabajo, muchos analistas consideran probable que epidemias como la del coronavirus, ahora convertida en pandemia, puedan haber sido creadas y contagiadas artificialmente, con la finalidad de ofrecer luego medicamentos curativos o preventivos.
Más allá de consideraciones que todavía son especulativas, otra de las fallas de la globalización que resalta en esta coyuntura es la dependencia del mundo en general respecto a los países donde, por razones de la lógica capitalista neoliberal, se concentra la capacidad instalada de la industria mundial. Si quisiéramos decirlo en cinco letras, diríamos China, pero podríamos extenderlo a otros Estados asiáticos. La pandemia ha puesto sobre la mesa la realidad de que casi todos los productos manufacturados, incluyendo buena parte del material médico, es elaborado en las fábricas de ese continente. En el caso de los fármacos, es India el país que ocupa la posición de liderazgo. Al paralizarse esa especie de zona industrial del planeta, tanto el norte rico como el sur pobre quedan desabastecidos y sin fábricas propias donde producir. Esa parálisis tiene efectos devastadores en el otro campo de la economía, el que se sigue manejando desde las grandes metrópolis capitalistas occidentales, que no es otro que el de la especulación financiera. Eso explica por qué casi todas las bolsas entraron en pánico y cerraron operaciones abruptamente en los últimos días.
La concentración de las instalaciones industriales en China y otras naciones asiáticas es un fenómeno capitalista por excelencia. Las grandes corporaciones de Estados Unidos y Europa hace tiempo desmantelaron sus factorías en los países donde tienen su sede y donde reside la mayoría de sus accionistas, buscando mano de obra barata o casi esclava.
Pero si la globalización capitalista ha tenido efectos perniciosos que se hacen más notables por una catástrofe mundial, peor aún es el daño que causa el otro dogma, el del mercado como ente rector de la actividad humana.
Los sistemas de salud privatizados de EEUU, Europa y de todos los países que han seguido sus modelos o que han aplicado las recetas fondomonetaristas ya han demostrado que son absolutamente incapaces de atender una emergencia colectiva. Lo son por una razón ontológica: porque su naturaleza es justamente el individualismo. En lugar de “a cada quien según su necesidad”, prevalece el “a cada quien según el grueso de su billetera”.
Y en casos como el actualya no se trata de que únicamente las personas de alto poder adquisitivo puedan ser atendidas por unos sistemas de salud regidos por la tan cacareada mano invisible. El cuadro es aún peor: en situaciones extremas, esos sistemas colapsan incluso para los privilegiados porque el capitalismo (especialmente el de esta etapa neoliberal) tiene como prioridad proteger sus ganancias, antes que la vida, la salud o la integridad física de terceros, y mucho menos el bien común.
Ya hemos visto, por ejemplo, que al ser declarado el coronaviruscomo pandemia, las enfermedades derivadas de esteno serán cubiertas por las empresas aseguradoras (en el caso de Venezuela, salvo la compañía estatizada La Previsora). Estas firmas se amparan en la letra pequeña de las pólizas, palabras puestas allí para garantizar que el dueño de la compañía nunca pierda, aún a costa de la muerte de los clientes.
El contagio mundial del coronavirus está demostrando que solo en los países con sistemas de salud regidos por el Estadoes posible enfrentar una crisis de estas dimensiones con algo de equidad y sentido humanitario. China, como principal ejemplo, ha empleado a fondo su parte comunista (sabemos que allá funciona aquello de “un país, dos sistemas”) para enfrentar la etapa inicial de la epidemia. Esto se hizo patente en las expresiones de un Estado fuerte y centralizado, y de una población organizada y disciplinada.
En las naciones donde la salud está en manos privadas, en cambio, ha ocurrido lo que era previsible: que solo los sectores de mayores recursos han tenido acceso al tratamiento, los medicamentos e, incluso, a los insumos preventivos. En una etapa más avanzada, ni siquiera tales segmentos poblacionales minúsculos tendrán garantizados los servicios de asistencia porque cuando el cuadro se torna en verdad crítico, hasta Wall Street baja sus santamarías y se desentiende.
En Venezuela, donde tenemos esta suerte de híbrido monstruoso de lo público con lo privado, estamos viendo el comportamiento de cada actor de una manera muy definida, casi como en un “demo”.
Por un lado tenemos al Estado como ente rector, que ha asumido la conducción de la crisis mediante las medidas preventivas y la dirección general de la respuesta, tanto en el campo sanitario propiamente dicho, como en el de la necesaria organización social. Es significativo que esta política pública de emergencia se esté dando en medio de un clima tan adverso como lo es el generado por el bloqueo ilegal e inmoral de Estados Unidos y otras naciones. Es impresionante que, pese a semejantes desventajas inducidas por los adversarios externos e internos, el sistema público de salud venezolano sea una mejor opción, al menos en términos de igualdad, que los avanzados sistemas privados tanto nacionales como de otros países. Al analizar a fondo esa aparente contradicción se encuentra que no existe ninguna: simplemente, el sistema privado es un negocio más y allí no entra en consideración ningún otro aspecto que no sea el lucro.
En la Venezuela híbrida también pueden verse estas dos caras en la cotidianidad. Por un lado, florecen las expresiones más alentadoras de la organización popular y de la unión cívico-militar. Por el otro, tan pronto se produjeron los primeros anuncios sobre casos detectados en el país, automáticamentepoderosas cadenas farmacéuticas inflaron los precios de los principales insumos preventivos: mascarillas, gel desinfectante y alcohol. Bajo las leyes del libre mercado, rebrotaron también las ansias de riqueza de bachaqueros de todos los estratos sociales, que han comenzado a acaparar y ofrecer tales productos a precios absolutamente desquiciados.
Por cierto, valga este último punto para volver al escenario global, pues se ha podido comprobar que el bachaquerismo no es un mal autóctono de la Venezuela que intenta avanzar al socialismo del siglo XXI (como lo quiso dar por hecho la maquinaria mediática al servicio del sistema hegemónico), sino una deformación muy capitalista, otra de las muchas miserias de este sistema. En EEUU y otras mecas neoliberales han pululado los especuladores que vaciaron los anaqueles de los mercados y ahora están revendiendo los fármacos y hasta el papel higiénico por e-Bay y Amazon, con ganancias estrambóticas, una expresión de la despiadada dialéctica del mercado en la que ya los venezolanos tenemos una larga y amarga experiencia.
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)