Opinión

La pendejera esa de andar sembrando

Ningún chavista debe dejar de recordar y repetir, sobre todo ante la gente joven, lo que ha aprendido en estos primeros lustros del siglo 21

Hace unos pocos años me invitaron a decir unas palabras sobre ese arte efímero llamado muralismo, sobre la manía de los grafitis y la escribidera de estupideces en las paredes públicas o recónditas de la ciudad. Esas ideas, reflexiones y prejuicios que solté en esa conversa con muralistas y artistas callejeros están más o menos bien resumidas en un texto de aquel libro titulado "Mural y Luces".

Creo que me porté mal con la gente que me invitó (recuerdo haberles dicho unas vainas más injustas que atropelladas a Zerpa y a los coños esos del Ejercito Comunicacional de Liberación) y de paso solté al principio de la charla una definición instantánea de la que me arrepentí horas después, cuando las birras me pusieron a recordar un episodio puntual de mi infancia. De hecho, acá arriba en la primera línea acabo de volver a utilizar esa definición instantánea. Ya la vamos a descuartizar.

"Arte efímero": lo más fácil es llamar así a las obras, palabras o acciones que el tiempo y los elementos despedazan en poco tiempo, irremediablemente. El mejor de los murales aguanta muchos aguaceros, sabotajes, "intervenciones" y solazos, pero no los aguantará todos. Sólo que al llamarlo así estamos obviando el factor memoria. Entonces debí haber aclarado o entendido que sólo es efímero aquello de lo que nadie o muy poca gente se acuerda, o que no impactó hasta el estremecimiento a ALGUIEN que después lo evocó y decidió traducirlo para el gentío.

Hora de ir aclarando tanta cháchara. En la Carora de mis diez años de niñez había muchos murales y pintas electorales, proselitistas, mensajes partidistas; eslogans comunes, lemas estándar, gafedades irrelevantes. Y también estaba aquel mural en una pared cualquiera del barrio Campanero, autoría de no sé qué anónimo pintador de muñecos a las órdenes del Partido Comunista de Venezuela.

Un muralista o caricaturista que probablemente haya hecho ese mural y dos o tres más en la vida; un carajo que con toda seguridad nunca se imaginó que, 40 años después, alguien iba a recordar aquella cosa que pintó en la pared. Su trazo era horrible; casi tanto como el de aquel Pedro León Zapata. Pero vaya forma de coñacearme tenía o tuvo ese "trabajo", a mí y quién sabe a cuánta gente más en aquel pueblo calcinado.

Era una escena o cuadro así de sencillo: un viejo largo, flaco y torcido, parado frente a un niño deforme, esquelético como el viejo pero con una barriga enorme, como ya yo sabía que era la barriga de los niñitos con parásitos ("millonarios de lombrices"). Sobre ellos, el parlamento o diálogo escrito: el niño le dice al viejo: "Papá, tengo hambre". Y el viejo le responde: "Yo también, hijo".

Y listo. Ese era el mensaje que mi cuerpo, la zona sensible de mi conciencia o el pobre que habitaba en aquel carapacho de muchacho callejero, necesitaba entender, para saber quiénes son los míos.

En esa lección simple, facilita y directa empezó todo para mí, o para esta persona que sigue construyéndose mientras se van demoliendo su frescura y sus ardores: no fueron las letras de Alí Primera, no fue ningún discurso, libro o folleto; no fueron el Manifiesto Comunista o las recitaciones ñángaras de ningún revolucionario de verdad o de café: fue esa sencilla y horrorosa estampa la que me empujó años después a comenzar a tratar de repetir lo mismo, exactamente lo mismo que me dijo aquel mural. Cuentos, artículos, novelas, charlas, diálogos, crónicas, arengas, agitaciones callejeras, panfletos: todas estas vainas que digo o trato de decir son un intento permanente de mantener vivo aquel mensaje.

Así que, para empezar, no me rejodan, no intenten rejoderme más nunca con esa mierda: ni Chávez ni Nicolás ni el comunismo ni la Revolución inventaron el hambre. Ni los empresarios, responsables del hambre secular de mi gente querida y desconocida, van a saciar y ni tan siquiera a combatir el flagelo que ellos mismos patentaron y cuya propagación los enriquece. Déjense de güevonadas.

Y por otra parte, tampoco intenten rejoderme con el "argumento" de que una pobre semilla germinada en un maldito pote en un mísero balcón de apartamento no le va a matar el hambre a un país, a una familia ni a una persona. El objetivo de tirar una semilla "por ahí" no es la mata ni el fruto que ésta parirá, sino el efecto, el impacto, la huella que dejará en el nuevo sembrador el acto mágico del ensemillamiento; los murales marginales pueden hacerse inolvidables, el acto de meter una pepa en la tierra puede convertirse en hábito o forma de vida, las conversas pueden y tienen que dejar huellas duraderas y todo militante tiene el deber de intentar que su mensaje, verbal o corporal, sea recordado por mucho tiempo.

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Pasas o te estacionas en un lugar, espacio, territorio, por largo tiempo (el suficiente para decir que viviste ahí). Si lograste impactar los alrededores de alguna manera, dejando una obra, huella, mensaje, historia o leyenda, cumpliste un fragmento de tu misión revolucionaria. Impactar para no morir de olvido.

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Muchos cantores o ponentes se deprimen cuando su auditorio consta apenas de cinco personas, cuando esperaban lleno total. Su deber es enviar el mensaje con la misma potencia que si tuviera el Poliedro lleno o la cadena nacional a sus órdenes, Porque una de esas cinco personas pudieran estar prestando atención, o escuchando de una forma ligeramente distinta o más intensa que el común de las personas.

Años después de difundida la palabra en canciones, publicaciones o redes sociales alguien pudiera acercarse a repetirte o a recordarte una frase dicha por ti. Más que una victoria personal, ese será el triunfo de la verdadera comunicación-acción: el discurso al servicio de la gente y de la historia.

Simón Rodríguez tuvo decenas o centenares de discípulos; es probable que pocos o ninguno haya hecho trascender ni un minuto de sus sesiones y clases formales. Una vez lo contrataron para ponerle algún reparo a un muchachito engreído, rico y prepotente. Simón no escatimó esfuerzos para hacerse comprender. Y el otro Simón salió de esos encuentros a repetir lo aprendido, aunque de otra manera.

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En el pueblo donde vivo se hizo carne de historia el combatiente Noel Ávila Jerez, quien en este 2016 cumple 20 años de muerto en acción. Cada vez que alguien se reúne con los vecinos para hablar de los tiempos duros que transcurren, de los que pasaron y los que vienen, siempre algún campesino comenta: "Eso nos decía Noel, yo lo oía cuando estaba carajito". Así que Noel murió de muerte dolorosa y satanizado por lo más conservador de la sociedad, pero su mensaje no murió con él: por ahí anda su verbo, en la memoria y en el cuero de los montañeses más revolucionarios que conozco.

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La semana que viene los ensemillados de febrero, aquella gente a la que le repartimos frijoles y tapiramas para que las pusieran a parir, habrán completado una cosechita, todavía no sé de cuántos kilos, granos o gramos. No me desvela ni me interesa ese número. Lo que sí sé es que entre esas doscientas y tantas personas hay unas cuantas que no olvidarán jamás, desde el cuerpo y la conciencia, que sembrar para comer es una actividad entretenida y además importante y necesaria.

Tampoco me importa quiénes son esas personas: lo que me interesa y me pone a fantasear es el mensaje que, al respecto, esa gente le llevará a sus hijos, a otras generaciones. La semillita física de febrero morirá en un plato o en la tierra; el cuento de lo que pasó con la semilla nutrirá a algún agricultor del futuro, o tal vez a miles de agricultores.

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Ningún chavista debe dejar de recordar y repetir, sobre todo ante la gente joven, lo que ha aprendido en estos primeros lustros del siglo 21. Lo que nos propuso e intentó construir Chávez es la semilla y el mural de los siglos que vienen; hay que defenderlo de los ataques destructivos que seguirá recibiendo. La máquina de despedazar la historia del pueblo no se va a detener; la nuestra debe entonces permanecer encendida.

/N.A

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